No es en absoluto reprochable que cada vez sea mayor el número de ciudadanos intervinientes en el debate de los asuntos públicos. En ese sentido, la hiperpolitización de la sociedad es un objetivo prioritario de cualquier democracia avanzada. Pero hiperpolitización es un término polisémico que, al tiempo, también nomina al fenómeno, creciente, indeseable y asfixiante, que consiste en ir aumentando la lista de aspectos de la vida que han de someterse al criterio de los más. Ejemplos recientes, como la norma urbanística que en el País Vasco fija ideológicamente los metros de cocinas y dormitorios, atestiguan bien esa moderna dinámica expansiva del campo de acción política en detrimento de la propia libertad individual. Se va mermando, entonces, el universo de lo privado y, con él, nuestra capacidad de establecer proyectos singulares y separables. La tiranía de lo políticamente correcto y el éxito indiscutible del pensamiento único encuentran su mejor cómplice en esa falsa y torticera democratización de cuanto ocurre y nos ocurre.

Añadan -lo acaba de subrayar Juan Ramón Rallo- que una comunidad hiperpolitizada exige un tipo de ciudadano muy distinto al actual. No estamos rodeados precisamente de personas desapasionadas e imparciales, dispuestas a discutir racionalmente qué hacer y qué no frente a las múltiples encrucijadas que hoy nos acucian. Muy al contrario, en esta España nuestra proliferan los fanáticos, gente que sigue con fe cuasirreligiosa el credo de sus líderes. Tanto en la izquierda como en la derecha, triunfan los bloques monolíticos, orgullosos de sus banderas y de sus jefes, sin resquicio para el disentimiento o la crítica. En tales condiciones, la ciudadanía se polariza, el adversario muta en enemigo y el diálogo sereno y sincero termina considerándose una actitud vergonzosamente traidora

De ahí, una conclusión funesta: esa mala hiperpolitización envenena la convivencia, rompe familias y amistades, tensa, en lo público y en lo privado, el discurrir de nuestros días y, al cabo, como ponen de manifiesto los resultados de una reciente encuesta norteamericana, nos perjudica física, mental y emocionalmente.

No, la verdadera democracia no puede derivar en una estúpida pérdida de libertades, ni convertirse en un juego de sectas dispuestas a imponer siempre sus estancos idearios. Sería un inmenso error y una canallada malbaratar de tal forma el heroico sacrificio de nuestros mayores.

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