Hombres huecos

Si continúa el descrédito de jueces, periodistas, policías y ministros, el Estado de Derecho está condenado a muerte

Resistirá la democracia esta obsesión malsana por escrutarlo e inspeccionarlo todo, las declaraciones de la Renta, lo que ocurrió durante una fiesta universitaria de hace 30 años, lo que se dijo en una conversación muy cargada de alcohol, lo que alguien tuiteó o comentó en una conversación privada? ¿Resistirá la democracia representativa que todo esté bajo sospecha y que nadie sea considerado digno de confianza? ¿Resistirá este sistema político, que es frágil y efímero y apenas tiene doscientos años de vida -40 únicamente entre nosotros-, que todos los aspectos de la vida política sean escudriñados con el celo sulfuroso de una beata a la busca de infracciones y pecados? ¿Podrá resistir la prueba? ¿Saldrá indemne de esta oleada de puritanismo histérico?

Lo dudo mucho. En 1925, al final de un poema largo que llamó Los hombres huecos, T.S. Eliot dejó esta sentencia: "Así es como se acaba el mundo/ no con un estallido, sino con un quejido". En su poema, estas palabras sonaban como una oración fúnebre, o como una especie de mantra hipnótico, o incluso como una especie de canción que un condenado a muerte se recitaba a sí mismo para quitarse el miedo: "Así es como se acaba el mundo/ no con un estallido, sino con un quejido". En medio de la tormenta de acusaciones de estos días, en las que todo el mundo ha quedado seriamente embarrado y no queda ya ningún estamento del Estado que esté libre de la sospecha, estas palabras suenan como una premonición fúnebre. En estas condiciones, si continúa el descrédito constante que va afectando a jueces y a periodistas, a policías y a ministros, el Estado de Derecho está condenado a muerte. Y la democracia no terminará -según decía Eliot- con un estallido, sino con un gemido. O, más bien, con un grito histérico, con una acusación, con un tomate podrido.

Convertir la política en un plató de Tele 5no puede traer nada bueno. Para que el juego democrático sea posible, hace falta un mínimo de confianza y un mínimo de respeto. Y ya no queda respeto ni confianza por ningún lado. Todo se reduce a gritos, acusaciones, insultos y aspavientos histéricos. Todo es escrutar y espiar y meter las narices en la vida privada. Todo es acusar y ensuciar la reputación de los demás. La democracia no terminará con un estallido, no, ni tampoco con un gemido, sino con un grosero eructo tabernario.

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