Tribuna libre

Ramón González de la Peña

Hoy, Día Mundial de la Belleza Intangible

 HACE una quincena de años asistí en Cádiz a una conferencia del arquitecto y profesor de Historia de la Arquitectura en la Facultad de Arquitectura de Venecia, Francesco Dal Co, sobre la obra del también arquitecto italiano Aldo Rossi, que por entonces no hacía mucho que había fallecido. El edificio más transcendente de Rossi, Il Teatro del Mondo, consistió en un teatro de madera construido sobre una barcaza que estuvo flotando en los canales de Venecia durante un tiempo y que más tarde fue llevado a distintos puertos italianos para finalmente ser abandonado a la deriva en el mar Adriático hasta ser engullido por las olas. En esa conferencia, Dal Co nos habló a los asistentes de la fortuna del arquitecto, idea según la cual existen obras de arquitectura que independientemente de su tamaño, de su forma, de su contexto, o seguramente, gracias a la conjunción de todo ello, trascienden más allá y se convierten en referentes y al mismo tiempo convierten a su creador en una figura de alcance universal. Esa idea me volvió a la cabeza unos años después con motivo de la celebración de las olimpiadas en Sydney en 2000, época durante la cual apareció una y mil veces la imagen de esa ciudad representada por su edificio más famoso y uno de los edificios más conocidos del planeta: la Ópera de Sydney. Fue diseñado por el arquitecto afortunado danés Jørn Utzon en 1957 e inaugurado el 20 de octubre de 1973, después de muchos años de dificultades diversas que condujeron finalmente a su creador a dimitir por no recibir un trato de respeto profesional por parte del ministro de Obras Públicas australiano.

Muchas veces he imaginado el dolor con el que Utzon abandonaría su obra. Volvió a su estudio y continuó su trabajo haciendo obras que le convirtieron en un arquitecto prestigioso. A la vuelta de Australia en 1966, el arquitecto hizo escala en Mallorca. La isla le fascinó hasta el punto de construirse una casa de verano sobre un acantilado cercano a un pequeño pueblo de pescadores, la llamó Can Lis, el nombre de su mujer. Pronto, la casa se convirtió en un lugar de peregrinación para arquitectos admiradores de su obra. Pasado el tiempo construyó una nueva casa también en Mallorca, cuya ubicación la hace menos accesible. La llamó Can Feliz. Nunca vio su Ópera acabada. Su edificio, además de haber sido el más fotografiado del siglo XX, constituye el centro de artes escénicas internacional más activo, con cientos de representaciones anuales y audiencias que alcanzan los dos millones de personas. Permanece abierto las veinticuatro horas del día, todos los días de la semana. Al ser preguntado el arquitecto por el motivo para no querer volver a verlo, respondió: “Pienso que mi salud sufriría, o bien me partiría por la mitad de la alegría”. Desde 2008 en que murió Utzon hasta hoy he venido sintiendo la necesidad de escribir este texto.

En este tiempo en que los arquitectos de este país andamos “partidos por la mitad” por la frustración y por el trato que estamos recibiendo de nuestro ministro de Fomento con la promulgación de la Ley de Servicios Profesionales en la que se desacredita nuestra profesión, y siendo hoy el Día Mundial de la Arquitectura, propongo que los arquitectos continuemos perseverando en nuestra razón, en nuestros conocimientos, en nuestras ideas y en nuestra capacidad técnica. Que aprendamos de Utzon y de tantos otros maestros que no se rindieron y continuemos intentando hacer más hermoso nuestro entorno, nuestras ciudades y nuestros paisajes. Y que continuemos indagando, pues para ello fuimos formados, en la manera convocar a la luz y al espacio, a los materiales y a la técnica, para que se constituyan en esa cosa bella, intangible, que llamamos Arquitectura.

Ramón González de la Peña es arquitecto

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