No conozco muchos planetas, pero entiendo que el nuestro está bastante cochambroso si lo comparamos, por ejemplo, con Saturno, donde es imposible ver un papel tirado por la calle. Y si únicamente fueran los papeles y las latas aplastadas, podría aguantarse. Pero entre envases de plástico, vertidos más o menos verdosos y esas humaredas que suelta la industria en los países donde no se vive todavía del turismo, lo de habitar en esta parte del universo se nos va a complicar mucho a los que no tuvimos la suerte de nacer cucarachas.

A mí, francamente, el planeta me importa un pito, porque los hay a montones y uno más o menos apenas se va a notar en la inmensidad de un cosmos que no cabe por esa puerta. Lo que sí me preocupa es la gente que hemos fijado aquí nuestra residencia y no tenemos planes de cambiarla por ahora. Lo que me fastidia de verdad es que las generaciones venideras se acuerden de todos sus antepasados al ver la hechura de estercolero que les podemos dejar como herencia si son ciertas todas esas alarmas que aseguran que este ritmo de devastación será el suicidio de la especie humana.

Por eso me alegra que la gente joven tome conciencia y salga a manifestarse contra semejante panorama. Se podrá objetar que, antes de pedir a los mandamases que dejen de contaminar el planeta, habría que empezar por dar ejemplo y no convertir las ciudades en las que vivimos en vertederos con semáforos. Pero se va haciendo costumbre pedir primero a los demás que arreglen el mundo y ya, si acaso, veremos si toca echar un cable.

Con todo, que los chavales dejen de ir a clase para mostrar su descontento no les hace ni cosquillas a los que tienen responsabilidad en estos asuntos del orden mundial. Y tampoco hace ni cosquillas en los países que más contaminan porque precisamente sus mejores clientes a la hora de comprar los productos que ellos fabrican somos los que luego no queremos que nos envenenen la atmósfera ni que nos pisen el césped.

Se podrá objetar que una huelga de estudiantes contra el cambio climático viene a ser tan eficaz como una huelga de hambre para que los donuts los hagan sin agujeros. Pero al menos ese día en que los chavales se quedan sin ir al instituto se agradece, pues no dejan el patio hecho un asco con todas esas bolsas de chucherías desparramadas por el suelo.

Protestar contra el terrorismo, contra la violencia de género o la contaminación es muy legítimo. Lo malo es que motivos para quejarse hay tantos como días lectivos, de manera que si le cogen el gusto y empiezan a convocar manifestaciones estudiantiles contra el racismo, contra la explotación laboral y los precios del butano; si los alumnos dejan de ir a clase para denunciar las listas de espera en los hospitales y el mal estado de algunas carreteras; si se van a amotinar contra los malos arbitrajes y la piratería, el curso escolar va a durar, como mucho, un par de semanas. Y entonces es cuando tendrán que ponerse en huelga para denunciar la pésima calidad de una enseñanza en la que no queda ni tiempo para preparar los exámenes.

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