TIENE QUE LLOVER

Antonio Reyes

Humanidades

Comentando su última obra, "Las historias de España", José Álvarez Junco señala que "para un historiador, haber visto cómo se pasaba del arado a un ordenador es todo un regalo". La frase resume a la perfección el proceso de cambio y evolución de este país en la segunda mitad del siglo pasado.

A pesar de esta certeza, no estoy tan seguro de que este cambio haya supuesto, en igual medida, una transformación en la mentalidad de sus habitantes: el salto histórico producido en el último tercio del siglo XX no ha tenido su correlato en las jóvenes generaciones, en esos niños y niñas que hoy pueblan nuestras escuelas.

Cuando miramos a nuestro alrededor y observamos los intereses, los comportamientos, los valores de quienes están llamados a encauzar el futuro, las dudas emergen por todos lados. "Crece el desierto", dijo en su día Nietzsche, ejerciendo no solo de crítico de su coyuntura histórica, sino también de visionario del porvenir. En cierto modo, el desierto se extiende ante nosotros. La tierra yerma, baldía, erosionada por tanto ciego culto al individualismo, se ha expandido en nuestras conciencias y en la sociedad.

Y no se trata de hacer un discurso catastrofista, de cerrar puertas y ventanas ante la imposibilidad de cualquier intento de purificación. No, todo lo contrario. Se trata de entender y de asumir que la realidad en la estamos inmersos, que nuestra capacidad de relacionarnos con el entorno, de establecer normas y códigos, en definitiva, de sobreponernos a la naturaleza de la que formamos parte, no es más que el resultado de la cultura. Porque es ella, como indica Carlos París, "la que, una vez creada, nos penetra y reobra sobre nosotros. La degradación ética, hoy, inunda toda nuestra cultura, tal como es configurada por los grandes poderes que rigen el mundo, desde su tecnología hasta su creación artística".

Digo todo esto porque sigo creyendo, cada vez más y de forma utópica, en la importancia de la educación como elemento hacedor de una nueva cultura y, en esa medida, como medio para transformar la realidad que nos aprisiona. Lo más desdeñable de la nueva ley educativa, entre sus muchos nocivos elementos, es el deseo de eliminar o de reducir a la insignificancia a las Humanidades, en especial a la Filosofía. Si eliminamos la capacidad de admiración, origen de la Filosofía según Aristóteles, la facultad de pensar, de cuestionarnos, de mirar y aprender de los otros, de contemplar el mundo… ¿qué nos queda? Y si perverso es concebir la educación como el motor que promueve la competitividad de la economía, como dice el preámbulo de la LOMCE, aún más dañino es el deseo premeditado de aniquilar todo cuanto suponga, caso de las Humanidades, una reflexión sobre la necesidad de transformar la realidad, o el ansia por destruir materias, como la Filosofía, que son, ante todo y en opinión de Martha Nussbaum, "artes comprometidas, cuyo fin es luchar contra la desdicha humana". Una ley que nos priva de la posibilidad de pensar es un retorno a los tiempos del arado.

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