Siempre he pensado que el otoño no lo anuncia la poética caída de las hojas de los árboles (que alfombran los caminos y bla, bla, bla). En Jerez, por lo menos, lo hace el puesto de castañas de la Alameda Cristina, con su chimenea blanca y el humo que viste de rincón londinense desde el final de la Porvera a la fachada de Santo Domingo. Eso y el frío que, por ahora, ni está ni se le espera, de modo que el que se atreva a poner el puesto de castañas calentitas va a tener más fácil venderle a Guardiola una bandera de España que un cartucho del manjar de otoño.

Yo no sé si hay que echarle la culpa al Procés, al tarugo que tenemos presidiendo España, al panoli que lo ha presidido hasta hace poco, o a la madre que los parió. La cuestión es que a 2 de octubre sudamos como un testigo falso (Luis Lara dixit), y no hay forma de sentir ni siquiera la más mínima tentación de comerse una castaña caliente, y mucho menos de meterse el cartucho en el bolsillo.

Imagino que todos los señores ("las criaturitas, que se ganan la perras en lo que pueden", como decía mi madre) que tienen un puesto se las van a ver y a desear para que la gente se les acerque al puesto. Y si se les acercan, lo harán porque las castañas calentitas están buenas, se pelan bien, no suelen ser caras y entretienen.

Ahora mismo recuerdo algunos puntos de venta además del de la alameda Cristina. Todos tienen su aquel, su gusto de ir a comprar. Aparecen como las setas a las que tan aficionado es mi madridista y sin embargo amigo, don Manuel Barcell, quien, estoy seguro (le tiro el guante porque no tengo a mano ningún jarrón) podrá hablarnos de las castañas y sus orígenes o los puestos de otros tiempos, con mucho más acierto que yo.

Hablemos de castañas, don Manuel, porque verlas, lo que se dice verlas, va a estar difícil. Con este calor y sin una gota, lo que apetece es un fino fresquito, ¿no?

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