HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano /

Ideas torcidas

NO sé en qué parte del cerebro se quedan prisioneras las ideas torcidas. Los neurólogos lo sabrán, aunque no podrán hacer mucho para darles la libertad. A mi generación se le ponía un ejemplo: si una palmera se tuerce, se puede volver a poner derecha; si intentamos poner derecha una viga, se romperá. No es así exactamente, pero nos servía para entender que debíamos estar predispuestos a comprenderlo todo, hasta aquellas cosas que no compartíamos, incluso que nos repugnaban. Entonces se educaba en el sentido común para analizar lo cercano y tangible, la compleja vida diaria y las relaciones con los demás. Para otros asuntos complicados estaban las ciencias y el estudio; para la fantasía, las artes en general; para los misterios, los mitos y la religión. Todo estaba en orden y sujeto a crítica, y, según la inteligencia natural, no confundíamos a Alejandro Magno con Supermán, la química con la alquimia, los sentimientos con la razón, ni el socialismo con la salvación de las almas.

Por otra parte, se nos transmitían unas tradiciones no tradicionalistas: una herencia cultural de primer orden, una jerarquía afectiva en nuestras relaciones familiares y sociales, un comportamiento civilizado que hacían más cómoda la vida y para el que teníamos múltiples referencias, y, muy en particular, dos principios que se han mantenido inalterables hasta hace muy poco tiempo, y que, con disimulo hipócrita, siguen vigentes y en práctica: no debíamos menospreciar a nadie, porque todos éramos iguales ante Dios, pero establecer vínculos solo con los mejores. Ponían a nuestro alcance obras maestras de la literatura, sin obligarnos a leerlas, y tuvimos por ellas un buen conocimiento del alma humana. Donde los libros no llegaron, llegó el buen cine, el mejor educador del siglo XX. Y, como base para todo, se nos enseñó una disciplina interior por la que conocimos nuestros derechos y deberes.

Aunque uno tenga tendencia a la melancolía, siente verdadera nostalgia de muy poco del pasado, exceptuando la de las personas, porque se nos educó para potenciar la riqueza humana, que protege de las pérdidas, en una ética y una estética, en una inclinación al bien con la advertencia de la existencia del mal, en buenos sentimientos y el rechazo de los sentimentalismos y, en fin, en un tiempo para la frivolidad y la fiesta y otro para la seriedad y el esfuerzo. Ahora, las ideas políticas, el pensamiento, las relaciones, incluso la literatura y el arte, se han vuelto triviales y pobres; los sentimentalismos, en política y en casi todo, han sustituido al sentido común y la sal de la tierra se ha vuelto insípida. Aprendimos a ser libres, tomándonos las libertades, en una dictadura, y en la democracia nos quieren esclavos felices, pero con la felicidad de los débiles y de los simples, de los que en el Siglo de Oro se llamaban inocentes.

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