Idiota e inútil
Su propio afán
Tratar de censurar los bulos los propicia y, además, debilita y aburguesa a la verdad
El Gobierno y sus partidos están muy empeñados en acabar con los bulos, dicen. Vale, y ¿quién dice qué bulos? Llevamos toda la historia de la Filosofía preguntándonos qué es la verdad y ahora van a venir dos partidos políticos a expandir certificados urgentes de veracidad y condenas al silencio. Como ha señalado Juanma del Álamo, uno de esos tuiteros que avisó del coronavirus con tiempo de sobra: «Si en febrero hubieran puesto a gente a perseguir los bulos, habrían censurado a los "alarmistas" que advertían del desastre». Antes habrían callado a los dos niños que susurraron, contra la opinión unánime, que el Emperador iba desnudo, según el famoso cuento.
Este afán silenciador es idiota y, por fortuna, inútil. Su idiotez quedó expuesta por John Stuart Mill. A la verdad le conviene que se diga todo. Primero, porque, como pasó con los "alarmistas" del virus, puede que algo que no lo parece a bote pronto sea cierto, y entonces todos ganamos, incluso los que se habían regodeado tanto en su posesión certificada de la verdad oficial. Pero incluso un bulo es provechoso que corra. La verdad fortalece su sistema inmunitario (precisamente) si tiene que enfrentarse a la mentira y vencerla. Por otra parte, se saca del error al que no saldría si lo encerramos a solas con una mentira que no puede contrastar en el foro público ni exponer al riesgo del ridículo y la irrisión. Sir Roger Scruton señalaba, por eso, que la solución de tantos problemas sociales que se tratan de silenciar se encuentra en la libertad de expresión.
Es un afán inútil, además, porque la propagación del pensamiento deja a la proverbial velocidad de la pólvora a la altura del caballo del malo. En su ensayo sobre el humor político Wit as a Weapon (1980), Egon Larsen documenta que, cuanta mayor censura, más florece la guerra de guerrillas del humor al contraataque. En los años 70, la KGB (¡la KGB!) hizo una serie de investigaciones y concluyó que a un chiste político contra el poder le bastaban seis horas para saturar Moscú. Y era la KGB, la URSS y no había internet ni telefonía móvil. Imaginemos ahora la imaginación que hay que tener para imaginar que se puede reprimir cualquier tipo de información. Con el añadido de que esa información subterránea no se beneficia de las ventajas de la discusión abierta y es más susceptible de ser portadora de rumores y de bulos, que es lo que se trataba de evitar, ¿o no?
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