La esquina
José Aguilar
Las pelotas de Bildu
La tribuna
ESTA izquierda anticlerical, rancia y casposa que tenemos en España, tanto la extrema, que amenaza con reconstruir los muros que hace ya tiempo derribamos, como la moderada que no se cansa de arruinar a nuestro país cada vez que le damos la oportunidad de hacerlo, pretende ahora, que se acercan elecciones, devolverle al pueblo sus iglesias y catedrales, esas que a lo largo de los siglos, a lo que parece, con perfidia y nocturnidad, le han arrebatado.
Y esa intención declarada causa gran perplejidad, porque hasta ahora habíamos pensado que pertenecían desde siempre al pueblo y a sus devociones y que su preservación, como patrimonio común de todos, a través de los siglos, no debíamos los españoles precisamente a la izquierda.
De esta devolución, que algunos ven -pobrecitos- como expoliación a la Iglesia, se ha hablado mucho estos días porque se tramita en las Cortes una ley que circunscribe a la Administración la posibilidad, antes atribuida también a la Iglesia, de inmatricular sus bienes en el Registro de la Propiedad en virtud de certificación por ella misma expedida. Aprovechando esta circunstancia, la izquierda patria, unos y otros, ha pedido públicamente que el Gobierno elabore un catálogo de todos los bienes hasta ahora inmatriculados por la Iglesia, para proceder por ley a su pronta "desinmatriculación".
Lo cierto es que esto no es un tema precisamente de hoy. Tras la expoliación por el Estado de casi todos bienes eclesiásticos -sobre todo los del clero secular- durante el siglo XIX como consecuencia de la aplicación de las sucesivas leyes desamortizadoras, y la tremenda escabechina que para los bienes de la Iglesia supuso la destrucción y el expolio intencionado que se produjo durante la Segunda República y la Guerra Civil, a nadie sorprendió que la Ley Hipotecaria de 1946 -tercera de nuestras leyes hipotecarias tras la de 1861 y la de 1909- permitiese a la Iglesia católica inmatricular en el Registro de la Propiedad los bienes que le quedaban con la sola presentación de certificación expedida por el Ordinario diocesano, como título acreditativo de su propiedad. Por lo demás, nada muy diferente a lo que dicha Ley permitía al común de los mortales, que podían, si querían, inmatricular cualesquiera inmuebles a su favor con la sola presentación en el Registro del título público de su adquisición.
Esta situación permaneció invariable durante largo tiempo, incluyendo los años 82 a 95 en los que detentaba en España el poder absoluto -por lo de las sucesivas mayorías- un tal Felipe, líder que fue, como es sabido, del Partido Socialista.
Con la llegada de Aznar, cambiaron algo las cosas, ya que se permitió que esa potestad de la Iglesia se extendiera también a los templos destinados al culto, a los que hasta ese momento la Ley vedaba tal posibilidad. Sin embargo, si bien se facilitó por un lado la registración, se dificultó por el otro, al exigirse como requisito complementario para la inmatriculación la presentación de un documento público: la certificación catastral gráfica y descriptiva del templo; requisitos estos cuyo cumplimiento, junto con la exigencia de la falta de previa inmatriculación a favor de terceros, controlaron con celo los registradores en los miles de casos que se llevaron a los Libros del Registro durante esos años.
En descargo de Aznar por cometer tamaña felonía, cabe apuntar que no sólo permitió la inmatriculación de los templos sino que también dispuso la de los bienes de dominio público que, sorprendentemente, hasta entonces, no se habían registrado. No olvidemos, en este sentido, que en el sistema registral español, reconocido como uno de los mejores del mundo por instituciones tan prestigiosas como el Banco Mundial, el Registro de la Propiedad no da ni quita titularidades, sino que se limita a ayudar al que se ayuda, a proteger los derechos de todos aquellos que voluntariamente solicitan su protección.
Por último, Zapatero, presidente que fue del último de los gobiernos socialistas que trajeron la ruina a España -ya es una tradición-, ocupado como estaba, cual caballo de Atila, en destrozar todo lo que pisaba, nada hizo durante 8 años para que la Iglesia dejase de registrar y devolviese lo registrado, a pesar de contar entre sus filas con una registradora que seguramente le advertiría de la fechoría que se seguía perpetrando.
Aun así, todo este asunto, gracias a Dios, no debiera ya preocuparnos. El pueblo vuelve a estar de suerte estos días ya que, como vaticinan a todas horas todos los medios, pronto habrá de nuevo un gobierno muy de izquierdas en España que, a pesar de la previsible ruina, podrá culminar uno de sus grandes e históricos anhelos: la devolución de sus iglesias y catedrales, esas de las que los más devotos disfrutan cada día gracias al esfuerzo secular empeñado por la Iglesia en su conservación.
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