Iba pesadamente subiendo de la playa con la sombrilla al hombro, dos sillas en una mano, la bolsa de las toallas en la otra y unas gafas de submarinismo y unas aletas entre el codo y la barriga, aguantadas con la presión. Cuando me crucé con mi amigo Carlos Martel, apenas pude saludarle enarcando una ceja. Él entendió.

Observó: «Igualito que nuestros padres; anda que ellos iban a bajar así a la playa». Vi claro que me cargaba, encima, con una idea peligrosa para una columna veraniega. Ciertamente, yo no recuerdo a mi padre (ni al suyo) cargando fardos de arriba abajo.

Como mi circunstancia era propicia para el cansancio, el pesimismo y el fatalismo, pensé que la respuesta a una columna así sería: «¡Pues todavía es poco!» o «¡A ver si en casa y en invierno, igual, eh, tú, paritario de temporada alta!» Tenía fresco (lo único fresco a esas alturas) el rechazo a la columna de hace unos días en la que contaba que decidí no bañarme a las órdenes de mi niño de ocho años, sino mantenerme firme en la dignidad del secano. Hasta llamadas y reconvenciones personales me han hecho para que me bañe cuando la criatura lo desee.

No están los tiempos para evocar con nostalgia a las figuras patriarcales de nuestra infancia preconstitucional.

Sin embargo, según iba descargando bultos en el maletero del coche recalentado, iba viéndole color al artículo. Lo más curioso es que, tanto para Carlos como para mí, como para tantos que han hecho alguna vez un comentario parecido, la venerable distancia de nuestros padres es recordada con humor, admiración y agradecimiento. No he oído a nadie lamentar la dureza de su infancia porque su padre no bajaba y subía las dichosas toallas ni le untaba la (ahora) imprescindible protección solar.

Lejos de mí defender que hay que dejar que los niños se pelen al sol, como nos pelábamos nosotros, especialmente las narices. Pero ¿por qué el recuerdo paterno idealizado es una constante? ¿Será que sabían interpretar el rol de padres, con su leve distancia irónica, con su autoridad amable, con su sabia evitación de situaciones indignas y sudorosas que propician un mal humor absurdo y muy poco reverencial?

Mi apuesta, por tanto, es seguir cargando los bártulos, sin duda, que nadie se me rasgue las camisolas, pero sabiendo que los niños también necesitan, como referencia y contraste, un refresco de sombra patriarcal. ¿Seremos capaces de nadar y guardar la ropa?

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