La historia de los inmigrantes no sólo es de Marruecos, Ceuta o Tarifa. Ni del Acuarius, ni de las lanchas costeras de Malta. Ni la personal ni la histórica. La verdadera proviene de hace siglos en medio planeta, en todas las costas que recibían barcos cargados de personas con ganas de buscar el futuro. Nueva York, Buenos Aires, Tokio y las islas de Honolulú. Pero para ser más concretos deberíamos acabar incluyendo los arrabales de Santiago y San Miguel en Jerez. No es una historia sencilla, ni cómoda. Es más bien una forma de entender el devenir de la civilización, a cambio de que todas las generaciones contemplemos la realidad, ejemplificadas ahora en la arena de la playa de la Barrosa o en el polideportivo Kiko Narváez.

Los nómadas y trashumantes que han hecho camino al andar desde hace siglos han encarnado la respuesta básica del ser humano para poder tener algo que responder a las preguntas. Más allá de preocuparse por nimiedades deberíamos tener visión global para ver que, desde que el homo erectus empezara a moverse por las selvas africanas o de oriente medio, no hemos dejado de movernos. A pie, con lianas, huyendo de fieras, en bici, en tren, en barcos, en aviones o en drones. En busca de otras tierras. En busca de otras vidas. Es una reflexión sobre el derecho que tiene el arte de vivir para los que acaban buscándose la vida. Nunca en otros lugares, como en Jerez, se ha personificado la verdadera simbiosis de gente inteligente compartiendo la Porvera, la Plazuela, la Plata o Estancia Barrera. Gente de bien sentándose a tomar el fresco en las puertas de las casas, a trabajar para que el sudor de cada día fuese productivo, a que los chavales se casaran sin mirar el color del pelo, e incluso a crear un arte del cante y del baile de máximo rigor para todas las generaciones venideras. Una buena forma de dar ejemplo. Una mala forma de dejar en pañales a los que no tienen dos dedos de frente.

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