ADmiro el independentismo. No porque comparta sus ideas –me dan náuseas -, sino por el tesón con que las defienden. Además las están imponiendo sin prisas excesivas. Como son falsas saben que las tienen que inocular con lobotomía escolar y, como eso lleva tiempo, van paso a paso pero sin cejar en el empeño.Empezaron en los ochenta del XX, so pretexto de liberar el idioma catalán del yugo impuesto por el franquismo. En cuarenta años han logrado que en la escuela catalana se hable hoy menos español que catalán se habló durante la dictadura. Muchos de estos activistas son hijos de andaluces, que como conversos al nacionalismo, tienen que demostrar ser más catalanistas que los catalanes. Algo vomitivo y contranatural.

El independentismo ha ido transitando su discurso del deseo a la reivindicación, de ahí al descaro, y de éste a la sinvergonzonería. De defender la butifarra, la sardana o los castillos de saltimbanquis han pasado a proclamarse nación independiente. Si algo español les interesa lo adornan con una terminación catalanista y 'ajuir'. Así, Juan Sebastián Elcano es, en realidad, Joan Caçinera del Canós; Hernán Cortés es Ferran Cortès; Miguel de Cervantes no es más que Joan Miquel Servent y Gonzalo Fernández de Córdoba el almirante Joan Ramon Folc de Cardona. Para que esto sea posible el bipartidismo español lleva años en posición ‘genupectoral’, en la que el independentismo juega de Dante y el bipartidismo de Petrarca.

Por eso los admiro, porque tienen un plan y lo están llevando a cabo. España no tiene plan pero, si alguna vez lo tuviera, debiera aplicar con la misma poca vergüenza la receta butifarrera y afirmar que este embutido es en realidad la 'butijarra' de Algodonales, ancestral morcilla blanca de matanza conservada en jarra de orza. Y el arquitecto Gaudí un pobre charnego granadino de Guadix.

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