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HABLANDO EN EL DESIERTO
Lo mejor que les podía pasar a las poblaciones indígenas del mundo es que dejaran de serlo. De grado, no forzadas, como se hacía antes: un pueblo llegaba a un territorio ya habitado por otro y acababan ambos mezclados. En vuelta de pocas generaciones, una familia no sabía quién era más indígena, si ella o sus primos hermanos de la choza de al lado. Lo normal era que el pueblo que llegaba fuera más avanzado que el estable, aunque el avance nos parezca, sin pensarlo detenidamente, irrelevante. Tengan en cuenta que una punta de flecha más resistente hacía la fortuna de un pueblo sobre otro que no la conociera. Pero este ‘sobre’ no indica el exterminio de nadie, sino la mezcla. Podía ser al revés: el advenedizo estar en inferioridad cultural al asentado, pero ser más joven y fuerte. La mezcla se producía igualmente y se perdía la conciencia indígena. Grecia apareció por este sistema desde unos tiempos oscuros no aclarados aún del todo.
La política, como nos advirtió Mark Twain, vino para torcer procesos naturales y ejercer su dominio sobre la ignorancia. Los pueblos que no se mezclan, degeneran racial y mentalmente, y si, además, se empecinan en hablar una sola lengua, con pocos hablantes y que nada más que conocen ellos, se aíslan y empobrecen. Observen que en Europa no hay indígenas, porque el concepto y la palabra las inventaron los europeos para designar a los pueblos que descubrían y conquistaban para la civilización. Hay falsos indígenas, como el curioso caso de los españoles nacionalistas vascos que dicen serlo, y algunos creerlo, pero es fantasía de cerebros duros. Hay indígenas verdaderos, como los de Ceilán, que les hacen la guerra a otros indígenas de menor guisa genealógica. Hay casos notables e individuales de estancamiento mental por aislamiento, como el ejemplo del presidente de Bolivia. Sean cuales sean los ejemplos que escojamos, el indigenismo político, no el de antropólogos y lingüistas, es un mal.
Naciones Unidas tiene en marcha un segundo decenio para los pueblos indígenas del mundo que durará hasta el 2015, al ver que el primero no solucionó demasiadas cosas y sirvió para dar argumentos políticos a partidos aislacionistas disfrazados de izquierda, que mantienen en la miseria y la incultura a pueblos indefensos. El segundo decenio tampoco hará mucho porque veinte años no es nada para el desarrollo de los pueblos, mucho menos cuando lo que se pretende es aislarlos del mundo civilizado. La ONU está infectada de ese izquierdismo elitista y teórico, propio de ciertos sectores universitarios de las clases altas de los países más desarrollados. Es inútil entorpecer, y menos desandar, el camino de la Historia. Lo que llamamos Occidente, desde Islandia a Australia, ha dado las sociedades más civilizadas y prósperas del mundo. No hay sino seguir el ejemplo y dejar el indigenismo para los estudiosos de los pueblos primitivos.
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