Hablando en el desierto

Francisco Bejarano

Islas remotas

La pena de destierro debe aplicarse poco desde que perdimos las islas de Annobón y Corisco, aunque a Unamuno lo desterraron a Fuerteventura, disponible aún, demasiado grande y bien comunicada hoy. Las islas eran ideales para prisiones y destierros, porque las fugas eran más difíciles que en tierra firme. El destierro es condena humanitaria, pues el condenado es libre para recorrerse la isla de Tromelin varias veces al día, y cuenta con bondades añadidas: hay quien encuentra su verdadera vida en soledad y quienes agradecen que les hayan alejado a un pelma. Los pelmas, sin delinquir, merecen pena de destierro. El mayor peligro de los extrañamientos es la melancolía, un mal del alma que no depende de la voluntad. Con todo, hay quien se acostumbra a vivir en una isla remota y sabe disfrutar de los placeres escondidos que ofrece, pues para vivir bien y placenteramente en cualquier sitio solo hace falta una mente ordenada.

Está claro que hay islas deshabitadas en el Ártico y el Antártico que no deseamos a nadie, pero también las hay en mares templados para alegrar la vista y recrear el ánimo, con pocos habitantes y protegidas por las metrópolis, y las hay con historias truculentas de amantes huidos, asesinatos, náufragos y esclavos abandonados. Por todo ello Judith Schalansky ha publicado el Atlas de las Islas Remotas, un libro delicioso para ver en nuestras islas particulares y que nos salvará con imaginación de las raras tardes de desánimo. A esto hay que añadir la hermosa edición y la cartografía al detalle de lugares con menos de un km2. Sugieren demasiado, proponen mucho y concluyen donde queramos. Mapas en color, breve explicación y el aporte de cada lector a las leyendas, trágicas algunas, de hombres aislados por destino, por voluntad o contra ella.

Mi inclinación a las islas es clara y no vivo mal en la propia. Quizá sea recuerdo del Peloponeso. Sé que hay lectores que me agradecen que le recomiende un libro de vez en cuando. Lo sé porque me lo dicen luego. Una antigua amiga no se pierde ninguno y, a su vez, lo recomienda a otros. Es parte de la labor elitista que nos gusta tanto: poner en conocimiento solo de unos pocos los libros que han significado algo en nuestra vida y que, quiera que no, nos mejoran con los placeres, ocultos a la mayoría, que hacen felices a ratos a unas minorías educadas, educadoras ellas mismas por su sola existencia.

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