Javier De La Puerta González-Quevedo

Por qué Israel actúa así

Para comprender la respuesta de Israel a la provocación de Hamás (no ya "ojo por ojo" sino "veinte por uno") hay que entender que el hebreo es un país sui géneris. Tras 60 años de existencia, no ha definido aún sus fronteras. Su capital declarada (Jerusalén) no es aceptada como tal por las cancillerías del mundo. Tampoco su ciudadanía está claramente establecida, y menos aún asumida políticamente como tal. Cualquier judío del mundo puede reclamar y obtener la ciudadanía israelí y establecerse en cualquier lugar del Estado judío. Pero los 1,3 millones de árabes, sus habitantes más antiguos, oficialmente ciudadanos del Estado, distan de sentirse israelíes y de ser tratados como tales; cada vez más se identifican con los palestinos de Cisjordania y Gaza y sus hermanos de los países árabes. Israel no ha decidido aún qué quiere ser de mayor: si seguir con la precaria mentalidad existencial del yishuv (la comunidad judía organizada, el proto-Estado que luchaba, aún en minoría, por su vida, bajo mandato británico antes de 1948), o si, por el contrario, se comporta como un país normal, definido como tal interna y externamente.

Israel vive esta dualidad con rasgos de auténtica esquizofrenia nacional: debatiéndose entre el hecho de ser un país poderoso y desarrollado, reconocido por la mayoría de la comunidad internacional, y con el apoyo explícito a su seguridad de las grandes potencias, además del reconocimiento formal de sus principales vecinos árabes, o seguir comportándose como un movimiento, un actor no estatal, no sujeto a ataduras convencionales, ni a las mismas reglas que los países mayores de edad. Todo ello, en función de una persistente conciencia nacional agónica, que percibe su existencia en precario.

A Israel nunca le han faltado razones de peso para justificar su estado y su comportamiento de excepción. Y, en última instancia, está la amenaza más difícil de conjurar: la bomba de tiempo demográfica. Para el 2040 o 2050, con las actuales tendencias, los descendientes de los 1,3 millones de árabes superarán en número a los de los 5,5 millones de judíos, en el interior de Israel. Pero en sólo 5 o 10 años, los palestinos serán mayoría en el conjunto de la antigua Palestina que ahora controla el Estado hebreo. Lo cual provoca el sentimiento más angustioso en la mente colectiva: la hora de cerrar el proyecto sionista, de definir de una vez por todas los contornos territoriales y políticos del Estado judío, está en el horizonte de la actual generación.

El dilema básico irresuelto de Israel arranca del origen, de la razón de ser del proyecto sionista. Este es, en esencia, un producto del nacionalismo europeo y su concomitante anti-semitismo. Y constituye una respuesta defensiva simétrica: un nacionalismo étnico propio, el hogar nacional judío, la patria donde "ser judío entre judíos", asegurándose la mayoría demográfica y la primacía política, ya que no la pureza étnica absoluta. Dadas las circunstancias del lugar y del entorno, un Estado étnico judío incrustado en Oriente Medio sólo podía traducirse en una ecuación de seguridad y definición político-territorial con la incógnita abierta (inestabilidad e indefinición) permanentemente. O mantener el carácter judío del Estado a cualquier coste, o preservar sus ideales éticos y políticos democráticos. Si la fortaleza de Israel sólo puede sostenerse sobre la vulnerabilidad de la entidad Palestina, a costa de su integridad territorial, su seguridad y su viabilidad económica, Israel seguirá siendo fuerte, pero su seguridad será siempre relativa, pues no tendrá paz.

Los teóricos más lúcidos del sionismo argumentaron desde el principio que el exclusivismo judío de su proyecto nacional requería de la credibilidad disuasoria de una política de fuerza. Una política que, para ser eficaz frente a una población local (el enemigo dentro y el vecino inmediato) y un entorno estratégico (el más amplio mundo árabe) hostiles, sólo podía ser desproporcionada. En 1923, Vladimir Jabotinsky, padre intelectual de la derecha israelí, argumentó que el Estado judío sólo podía erigirse tras un "impenetrable muro de hierro de poder y disuasión". La paz y el acuerdo sólo llegarían fruto de la imposición, con la política del muro de hierro. De Ben Gurión a Ariel Sharon y su sucesor Ehud Olmert, la filosofía básica de seguridad de Israel -represalias masivas ante cualquier ataque- no ha variado. Refleja el cambio de actitud, la ruptura radical con el pasado judío que representa el sionismo.

Una lógica con efectos perversos. En 2004, Israel asesinó al líder de Hamás, Ahmad Yasssin, primero de una serie de "asesinatos selectivos", un duro golpe a la cabeza del enemigo. ¿Resultado? En 2006 Hamás ganó las elecciones y se hizo con el control de Gaza. Ahora asistimos a un ataque en gran escala, con el mismo propósito, pero con más víctimas civiles. ¿Resultado? En el terreno militar y político, está por ver. En el plano moral, lo condensa este diálogo en Munich (Steven Spielberg, 2005) entre dos activistas del Mossad en plena escalada de represalias: "Toda esta sangre volverá sobre nosotros / Al final funcionará, aunque nos lleve años venceremos / Somos judíos Avner, no hacemos el mal porque nuestros enemigos lo hagan / Ya no podemos ser decentes / No sé si lo hemos sido mucho. Soportar el odio durante miles de años no te hace decente. Pero se supone que somos justos. Y eso es hermoso. Eso es judío. Eso es lo que me enseñaron. Ahora lo estoy perdiendo. Y si pierdo eso... ¡Eso es todo, es mi alma!"

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