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Jerez íntimo

Marco A. Velo

El final del verano

El final del verano nos enumera la sucesión de días felices sin interrupción. Como el frontis de la sublimidad que narraba Baudelaire. El final del verano desgrana ‘El cantar de Roldán’ o ‘La canción de Rolando’ porque transcribe el cantar de gesta de nuestro yo más libre y más autónomo. El final del verano tiene reminiscencia de obra pictórica de Cristino Vera, porque subsiste un trasfondo espiritual en el fuero interno de quien camina dentro de nosotros mismos. “Ofreciéndose él mismo para divertir a la inocencia”, como así poetizara León Felipe. ¡Qué literato, León, tan refractario a las rodelas y a las calzas andrajosas!

El final del verano propicia que la estrella del destino -la fuerza del sino (Duque de Rivas dixit)- enjuague sus pies en las olas de los mares del sur, tan de título de novela de Manuel Vázquez Montalbán. El final del verano es como un desasimiento inmaterial -como una ruptura sin ton ni son, como un maremoto sin mar y sin terremoto- de tu recentísima autobiografía. Como una parálisis emocional que jamás supo de desaprendizajes. Como una irrupción nostálgica. Como un zarandeo de sal. Como una sacudida de arena fina. Como una vasta -y abrupta- paralización del asueto. Del asueto y del coleto, que hasta hoy campaban a sus (anchos) arbitrios.

El final del verano compila risas. Y descubrimientos de parajes insólitos. Y geografías inhóspitas. Y gastronomía de pan mojar. Y ciudades históricas. Y capitales de ensueño. Y museos de salas multiformes, como el salón de los espejos del arte atemporal. El final del verano es una moderna crónica de Indias con aserto de Quevedo: “¡No busques en Roma a Roma, oh peregrino!”. En el final del verano no caben componendas porque el prólogo de la rutina ya se aproxima con silbidito de Pepito Grillo. En mis viajes veraniegos no he sido un turista de número: ya aseveró Fernando Savater que “no hay combinatoria más atroz y fastidiosamente reiterativa que la de los usos humanos”. Viajar no es consumir turismo sino hacer machadianamente camino al andar. Explorando, que es gerundio.

El final del verano reabre gradualmente las muñecas rusas del tránsito y del exilio, del hospedaje y de la experimentación. De la aventura y la desconexión. El final del verano consagra una forma de inmortalidad -¡que nos quiten lo bailado!- “ya enteramente nuestra al trasluz del esqueleto”. El final del verano reconstruye un espacio fronterizo entre el ayer -que es consecutivo- y el hoy -que es correlativo-. Lo recomendó Lord Chesterfield: “Cuida lo minutos, pues las horas ya cuidarán de sí mismas”.

El final del verano es una triple zeta del sueño de la verdad. El final del verano es el desglose de la plenitud. El alimento de la luz nutricia. El final del verano es un punto y aparte en el cuaderno de notas -en el pliego de cordel- que apresas con fulgor avaricioso. ¿Puedo accionar la manivela de la perspectiva/retrospectiva unilateral… y reiniciar de nuevo estos andarines meses vacacionales? Durante el verano te vuelves cosmopolita. Y basculante viajero. E inmortalizas, lejísimo de tu tierra natal, todo un periplo de instantes prodigiosos, rebañados en la potente filosofía del carpe diem. Apresando el presente con la intensidad acelerada de una voluta barroca. Con la pulsión narrativa de las novelas de tiempo reducido. Con el calambre de la escritura automática de los surrealistas.

Quien esto escribe ahora se despide nunca a la francesa de unas vacaciones para enmarcar. Para enmarcar sobre moldura de oro novísimo. Ya habrá momento más propicio para relatar cuanto anduvo -y visitó y probó- las botas de siete leguas del arriba firmante. Siempre adscrito a la rosa de los mil vientos de la libertad. El hilo de Penélope, como el alambre de Shiva, es alargado. Mi corazón -y el de los míos- ha sido una fiesta, como el parisino título de Hemingway. Una fiesta de sol, de amor, de vida.

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