Apesar de los aplausos solidarios y de las demasiadas lágrimas de estos días, no parece que nos estemos dando cuenta de la importancia de lo que está pasando. Los entresijos poco creíbles de lo que se está cociendo en las alturas políticas frente a la cruda realidad de las residencias de ancianos nos debe hacer dudar sobre el modelo que hemos respaldado durante lustros.

Las calles vacías no tienen sentido en una civilización urbanita a más no poder. Lo mismo habría que pensar de esas mismas calles de cemento llenas de personas encerradas en coches o de gente corriendo sin sentido, amargadas por las prisas y bajo la dictadura del reloj. Los grandes centros comerciales sin actividad ofrecen una imagen de pena, pero parece que no más que cuando se llenan de humanos aborregados prestos a la llamada de alguna oferta de última hora. Colegios y zonas llenas de vida, ahora adormecidas, hacen recapacitar. Ascensores y rellanos de escaleras han perdido las funciones para la que fueron construidos, lo que nos debe hacer pensar que quizás eran vallas para evitar al vecindario.

Los balcones y las terrazas son ahora sinónimo de solidaridad, cuando eran inexistentes ante la dictadura de las tablets y las redes sociales. Los perros son ahora los protagonistas verdaderos de historias surrealistas. Surrealismo lleno de preguntas como cuando las mascotas eran el juguete de la familia.

Las playas solitarias y entristecidas son el mejor ejemplo de la incongruencia de una generación que no apreciaba la naturaleza. Las familias han vuelto a entender el significado de los lazos de sangre. No como esas modas postmodernas donde la familia dejaba de ser un ente con importancia emocional. Las personas confinadas vuelven a tener un rato para ellas mismas, lo que parecía de ciencia ficción hace dos semanas. Los sentimientos también. La vida ya no será la misma. A ver si es verdad.

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