La ciudad y los días
Carlos Colón
El alcalde, lo extra y lo ordinario
Jerez/Jerez suelta sobre su espalda una melena de contratiempo. Las calles del centro de la ciudad sacan su pecho de ángel frío. Todo amanece con el interrogante matinal de ecos sin nadie. El destino a veces, sí, clava una carnívora cuchillada en el costado del hombre joven. Decía Miguel García-Posada que el llanto popular es la única respuesta posible a la gran insidia de la muerte. Jerez despertó este pasado viernes de un sobresalto, con la necrológica caliente de una osamenta de treinta y seis años. Fallece Francisco Peña Badillo en la flor ahora con jardín de la vida. Su lucha contra la enfermedad galopante ha sido reparto de cordura y pasmosa sensatez. A lo contranatural le ha salido un orzuelo. Y entonces la vista se humedece por una lágrima de cristal que nada esconde. Francisco ha rebañado sus horas restantes. Ya dijo Caballero Bonald que “somos el tiempo que nos queda”. Francisco Peña, sin dilación, se puso manos a la obra. Desde el estruendo de la fatal noticia hasta el abrazo definitivo con este sueño -ya tierno- del salto sin pértiga al más allá. Soportando estoicamente la fugacidad de la cuenta atrás, como un almanaque despeinado de horas sin manillas de reloj. La cuenta atrás, como un desgobierno de la luz. La cuenta atrás, como un deseo imperioso: que sus padres no lloren, que su hermana no sufra… La cuenta atrás, como una evangélica negación del yo para tomar su cruz y seguir al mismo Cristo que él besara, durante años, desde el dulce yugo de la trabajadera.
Francisco se quiso anónimo, de puro sencillo. Nunca existió penumbra en los desgarrones del miedo. Francisco, en el ínterin, escribió textos de alivio, besos póstumos. Con caligrafía de sangre. Y apretó sobre sí -como el aire al lirio suelto- un pañuelo con sudor de esperanza. Y el sufrimiento familiar crecía con la intensidad de una postdata. La defunción fue retrospectivo compás de espera. Porque el diagnóstico impuso su pétrea fecha de caducidad. Hace apenas nada Francisco disfrutaba de un presente ilusionado. Todo -¡ay!-. es incierto como el futuro de la mocedad. Paco Peña y Mercedes Badillo conocen la posguerra interior del dolor. El interrogante de una cama yerta. La contraposición de los sentimientos desbocados. El surrealismo de la lluvia que no moja. La posología de lo irrevocable. Un hijo es un hijo. Un hijo es la única certeza en un lánguido panorama de incertidumbres. La bruma ensaliva el habla que ya se entrecorta. Una madre acuna la nana del ayer. Un padre palidece su morenez castiza de lo racial. El entorno, con hálitos de humanidad, es un resquebrajamiento del alma. Pero el enfermo ha permanecido, incólume, regalando testimonios de ejemplaridad. Su comportamiento, su posicionamiento, su alianza con la valiente serenidad del decurso de los hechos, debería reproducirse a espuertas. Como un poema que suma versos a lo inacabable. La inmortalidad está fabricada de la sustancia identitaria, del ADN de lo invisible, de una urdimbre que (se) cose por fuera, como la hogaza a la harina primigenia.
La muerte ha galopado a contrarreloj. Y quedan -como un fulgurante regreso a lo irrefrenable- las conversaciones digitales con los allegados. Y resta la despedida amable, personalizada, que Francisco dedica a sus amigos, por WhatsApp. La brevedad de la existencia se acorta cuando ya el pensamiento abraza la inmediatez de un lugar llamado eternidad. Francisco sabía que su ser pronto habitaría ese espacio de algodón azul que él denominaba la otra vida. Nada fenece en esta tierra fértil de los vivos. La energía de toda criatura de Dios es bienaventuranza agujereada por el aspersorio del agua bendita. Esto fue Francisco: un bendito de nobleza que ya sonríe en la mansa llaga de nuestros recuerdos.
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