Jerez íntimo (Espacio patrocinado)

Marco Antonio Velo

Un Rey viene a verme

El adulto jamás debe desalojar los sentidos de cuanto, nerudianamente, confiesa que ha vivido. Quienes provenimos de una infancia enteramente feliz sabemos deslindar lo salobre de lo salubre. Viene a colación esta especie de arbitraria -pero no desdeñable- entradilla como reacción a una noticia que estos días pasa de puntillas por las entretelas de nuestra ciudad jerezana: “Los Reyes Magos de Guadalcacín visitarán a los niños en sus casas”. Tan pronto leí el titular me retrotraje -¡así funcionan los ramales de la remembranza!- a la certidumbre de una evocación personal que -al menos a mi hermano Víctor y a mí- (nos) marcó un antes y un después en cuanto a la certeza -ya incuestionable en lo sucesivo- de la existencia de Melchor, Gaspar y Baltasar.

Sucedió a finales de los años 70: un compañero despiadado de la EGB lasaliana, entre sardónicas y sarcásticas sonrisillas, quiso refregarnos por todo el careto el embuste más codicioso que jamás inventaron los siglos: esto es: la difamación de la inexistencia de sus Majestades de Oriente para atribuir sus encarnaciones a los autores de nuestros días. Dícese: a nuestros padres. ¡Menuda barbaridad! ¡Qué malicioso bulo! ¡Ya es echar sal a la herida de la posible confusión!

El caso es que nuestra falta de madurez -varios vecinos de pupitre fuimos objetivo del pretendido engaño- nos hizo caer en el monomaniaco péndulo de la duda. Éramos críos. Y enseguida la desazón -machacona- tomó forma de nudo en la garganta y acto seguido de lagrimales a flor de piel. En nuestro hogar los Reyes Magos eran gente cercanísima, líderes en toda regla, referentes en toda mecha, y la mentira gorda del sabihondo alumno de la Salle pretendía borrarlos de un plumazo de la faz de toda nuestra ancha ilusión. Por descontado mi madre y mi hermano Eduardo, que eran los encargados de la portavocía de sus Majestades, nos desmintieron con rotundidad la canallesca afirmación del compañero de turno. Aludieron a una broma pesada del chiquillo a sabiendas de su mentirijilla.

Pasaron los meses y el disgusto quedó en pasto de olvido. Y llegó, puntual, la Navidad. Y la tarde vistosa de la Cabalgara de Reyes. Y la vuelta, risueña, a nuestro domicilio. Y la cena temprana. Víctor y yo, los pequeñines, apenas nos percatamos del porqué aquella madrugada del 6 de enero ninguno de los miembros de la familia descansaba en su respectiva cama. En la “alcoba grande” mamá y mi hermano Miguel Ángel arropándonos a los más pequeños. Todos acostados, todo a oscuras.

Estábamos susurrando emociones del pronto clarear del día cuando, en un repente, sonó el estruendo de una llave antigua que zigzagueaba al parecer en la cerradura de la puerta de la casa, como escarbando en el mandamiento supremo de la real inocencia de los niños. Nuestros corazones se aceleraron como en la quinta marcha de una aprensión incluso miedosa. Nos colocamos los cuatro agachados, oscurecidos por las sombras de lo incierto, bajo el umbral de la puerta del dormitorio. Oímos el racheo de unos pasos. Y, de pronto, en el claroscuro del final del pasillo, al otro extremo del corredor, apareció, solemne y lenta, la figura -la silueta- de un fantasmal rey de alta corona que, silente, se dirigía hacia el salón -allí donde cada año los Reyes Magos colocaban los “muchos juguetes” con un estilo decorativo propio de un profesional del escaparatismo-. Los cuatro espectadores, al son de abruptos gritos, saltamos de nuevo a la cama ahora sí tapados hasta la coronilla. La tensión nos entregó pronto a los brazos de Morfeo. No fue aquello un mal sueño sino todo lo contrario: el despeje definitivo de la duda, la constatación evidente de cuán mentiroso era mi compañero de la EGB. Porque en aquella noche poética de la ilusión un Rey -un Rey Mago vivo y poderoso- vino a verme. Vino a vernos. ¡La verdad de su existencia la habíamos certificado, ya para siempre, con nuestros propios ojos!

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