Pedro Rodríguez Mariño

Jesucristo, cercano, íntimo y universal

YO soy ateo, decía mi interlocutor, un estudiante de bachillerato. Su ateísmo consistía en no contar con Dios para nada, y contentarse sólo con lo que las ciencias positivas justifican. En orden al comportamiento personal admitía las normas cristianas, evidentes manifestaciones de civilización y de auténticos valores humanos, pero sin fundamentarlas en Dios. Lo cual, dicho sea de paso, es dejarlas muy desprotegidas y a merced de desmoronarse en cualquier momento; ante una pasión egoísta o ante cualquier seducción exterior. Esto no me conviene ahora, pues me lo salto. Por este procedimiento puedo apropiarme de lo que no me corresponde, o divorciarme, o abortar, o, si llega el caso, quitarme de en medio… o quizá matar.

Esta postura, de no ir más allá de adonde llega el mundo material y sus manifestaciones, es bastante frecuente entre los cultivados intelectualmente de nuestro entorno occidental. ¿Cómo una persona moderna y culta va a creer en Dios? ¿Cómo va a fundamentarse su actuación en un acto de fe, en algo tan poco racional? Así, viven como si Dios no existiese, y se alejan de la práctica religiosa como de algo no civilizado. Incluso personas que son religiosas pero superficiales, cuyo cristianismo no influye apenas en su comportamiento, de hecho viven como si Dios no existiese, y dejan la fe como quien deja el sombrero en la puerta al entrar en la Universidad, o en la Asociación profesional, o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como recoge un punto del libro Camino.

Da ganas de decirles: la fe también es racional, es lógica, y admite desarrollos razonables. La razón postula la fe y la perfecciona, como la fe presupone la razón y la eleva; la lleva más lejos y más alto. Se complementan admirablemente, son dos maneras de conocimiento humano. La razón y la fe no se excluyen. Menudo tesoro es la ciencia de la fe, la Teología, que se ha ido acrecentando con el paso de los siglos, y aparece decantada en los Catecismos; en algo tan manejable como el Compendio del Catecismo, y de tanta riqueza. ¿Cómo desbloquear a nuestra sociedad de esta paralización en la vida de fe, por el deslumbramiento de las conquistas de las técnicas y de las ciencias modernas?

Lo que necesitan los hombres de hoy y de siempre es a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre. Necesitan el encuentro con Jesucristo, la conversión a Jesucristo, la fe en su persona y en sus enseñanzas. Nadie habló como Él, ni ha hecho semejantes milagros. Ha muerto por nosotros y ha resucitado. Se ha mostrado misericordioso: no hería, se ofrecía lleno de mansedumbre. Curaba a los enfermos e invitaba: venid a mí los que estáis agobiados y yo os aliviaré. El que quiera venir en pos de mí coja la cruz de cada día y sígame; es decir, conmigo no caben los egoístas ni los perezosos. Necesitamos enamorarnos de Jesucristo… ¡No es difícil!... Pero hemos de tratarle en la oración y en los sacramentos, e imitarle en el sacrificio.

Dice san Josemaría Escrivá: "Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos (…) Cristo vive (…) Ésta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe (…) Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros (…)" Hemos de vivir siguiendo al Señor como los Apóstoles, como los discípulos, como los primeros cristianos. No podemos pretender todos recibir conversiones extraordinarias a la manera de san Pablo. Por la perseverancia en la meditación de la vida y palabras de Cristo, y la perseverancia en el trato de la comunidad de los fieles, nace y se acrecienta nuestra fe en Cristo. Este tesoro, deseable y envidiable, es razón a la vez de nuestra esperanza que tan bien describe Benedicto XVI en estas palabras:

"El primer motivo de mi esperanza consiste en el hecho de que el deseo de Dios, la búsqueda de Dios, está profundamente inscrita en el alma humana, y no puede desaparecer. Ciertamente durante un tiempo se puede olvidar a Dios, arrinconarlo, ocuparse de otras cosas, pero Dios jamás desaparece. Sencillamente, es verdad lo de san Agustín: Nuestro corazón está inquieto hasta no encontrar a Dios. También hoy existe esta inquietud."

"El segundo motivo de mi esperanza consiste en el hecho de que el Evangelio de Jesucristo, la fe en Cristo, es sencillamente verdadera. Y la verdad no envejece (…) Las ideologías tienen un tiempo contado, parecen fuertes, irresistibles, pero tras un cierto tiempo se consumen, no tienen la fuerza dentro, porque les falta la verdad profunda. En cambio el Evangelio es verdadero y no se agota jamás. En todos los períodos de la historia aparecen nuevas dimensiones suyas, aparece toda su novedad (…)."

Al pelo vienen aquí para concluir estas reflexiones unas palabras del capítulo XIII de la Carta a los Hebreos: "Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos." A todos se nos hace presente y de todos espera amor.

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