Lo van a tener crudo. Si pretenden cerrar las casas de apuestas -como quiere la última cruzada emprendida contra la disipación de las costumbres-, lo mínimo que van a tener que hacer es sacar los tanques a la calle. Entre administraciones de lotería y cuponeros, entre niños vendiendo papeletas y todas esas cafeterías donde tintinean las máquinas tragaperras, sin olvidar el bingo que hay al lado de mi casa, son muchas más las oportunidades que nos brindan de distraernos con juegos de azar que las que hay de aprender a tocar la gaita.

No contentos con servir aguardiente, hay bares donde se celebran porras de fútbol. Incluso los hay donde se sortean jamones (que entre las modalidades de perversión que se me ocurren debe de ser una de las peores, ya que a la codicia del ludópata se suman las ansiedades de la gula.) Pero no es la peor. De un tiempo a esta parte proliferan unas casas de apuestas en las que el cliente se puede jugar los cuartos en cuestiones muy peregrinas: lo mismo pujando por la victoria de un equipo turco de voleibol que apostando a que en su próxima recepción llevará una pamela rosa fucsia la duquesa de Gloucester. O el duque, que en esto de apostar apenas hay límite.

La entrada a esas casas está prohibida para los menores, pero como a veces la mayoría de edad no se alcanza por el simple hecho de cumplir años, hay más de un adulto tarambana que se entrampa gastando en vicios lo que tendría que haber guardado para que su familia coma caliente. Y claro, al ser más complicado prohibir la idiotez humana que prohibir las casas de apuestas, los guardianes de las buenas costumbres han optado por esta segunda solución.

En una época en la que a muchos universitarios los acompañan sus padres hasta la puerta de la Facultad -no vaya a pasarles nada malo por el camino- es lógico que se reclame a los gobiernos también una actitud paternal para que cuiden de nosotros (no sea que nos desmadremos consumiendo alimentos o libros que no nos convienen), pero sobre todo para que eduquen a esos veinteañeros a los que cuesta tanto meter en cintura.

Es verdad que prohibir las tentaciones (así se presenten en forma de quiniela o de paquete de tabaco) ahorra a la gente el fastidio de tener que andar asumiendo responsabilidades. Pero si apelamos a las leyes para que nos impongan todo aquello que nos da pereza decidir por nosotros mismos, llegará el día en que no sea raro que venga la policía a registrarnos la nevera -por si guardamos allí más salchichón del que nos conviene- o que un agente, después de apagarnos la tele, nos mande a la cama inmediatamente, que mañana hay que madrugar.

Gente que pierde la cabeza por el juego hay demasiada, pero no es menos cierto que también hay quien la pierde por coleccionar sellos, por acumular basura o por las carreras de motos. ¿Habrá entonces que prohibir la filatelia, los circuitos o esa otra fuente de desgracias en la que muchas veces se convierte el matrimonio? Aunque no soy yo el más indicado para dar lecciones: de chaval pasé más tiempo de la cuenta en los billares.

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