Ahora que el frío comienza a caminar descalzo por los pasillos de las casas, uno se siente feliz cuando la piel entra en calor en torno al crepitar de una chimenea.

La lumbre prende de manera contagiosa. Los rescoldos se van desparramando. La madera suda su muerte, expira alientos negros y los ladrillos se tiznan de llamas.

Y créanme, no conozco a nadie en este mundo que admire, mire y disfrute más de un fuego como lo hace mi amigo Antonio Asenjo.

No hay nadie que sea capaz de llorar con lágrimas de risas y provocar risas con sabor a lagrimas como lo hace mi amigo Nicolás Rubio si hay un fuego de por medio.

Y no hay nadie que tenga el corazón más ancho, grande y sincero que mi amigo Fernando Aibar, un filósofo que tiene sangre de druida, un almizcate envuelto en entrega sincera.

La amistad es una llave que abre pestillos húmedos, desabrocha secretos de alcoba, orea recuerdos desvencijados por el tiempo… y jamás caduca.

Si es sincera, se cuela por los labios y pisotea al olvido.

En una charla con amigos se puede pasar de descoser el corazón a hablar con tristeza de la pena que atesora nuestra ciudad, mientras se tiene la osadía de comparar a Messi con Maradona;cabeza, el 10 del Nápoles siempre estará por encima...

No hay escaleta o guión.

Son esos ratos degustados a fuego lento, en los que los silencios no incomodan y las miradas se van solapando a los abrazos que a uno le queda por dar, recibir, sentir.

El alma se regocija. Los ojos brillan. La soledad claudica.

Si la amistad pudiera verbalizarse, déjenme que la conjugue junto a un obrador de cariños, con amigos cómplices de cicatrices y sabiendo que jamás van a fallarme.

Saboreen esos momentos antes de que la vida se consuma como un tronco…

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