ODIO ser agorero, pero más odio acertar cuando se acerca algún desastre. He de confesar que la noticia de que el parque de la laguna de Torrox es un auténtico caos no me ha sorprendido en absoluto. Es más, creo que mucho ha tardado en ser noticia, porque el estado de abandono ya era palpable desde hace unos meses, momento en el cual decidí abandonar mis paseos por aquel entorno supuestamente para el disfrute de los ciudadanos, pero convertido por la actitud salvaje de unos incívicos y la desidia total de la delegación correspondiente, en una escombrera o en una sucursal de las Calandrias, donde basuras y mierdas de perros por doquier me hicieron abandonar la idea de aquel paraje como un sitio medianamente aceptable para respirar un poco de aire puro.

No tengo nada en contra de los vigilantes de medio ambiente pero, con toda sinceridad, no sé bien cuál es su cometido. Quizá quien mande debería asignarles tareas más concretas que, estoy seguro, evitarían al menos el comportamiento animal de algunos que creen, por ejemplo, que una laguna es el lugar idóneo para tirar una mesa camilla.

Y es esta mezcla de irracionalidad de unos y de pasotismo e ineficacia de otros lo que convierte cualquier ciudad (estos desastres no son exclusivos de Jerez) en un lugar inhabitable, donde se convierte en normalidad el graffiti, el papel en el suelo o el mobiliario destrozado.

La larga lista, con el parque escénico infestado de mosquitos, las paredes cochambrosas de pintadas, Torrox en estado ruinoso, convierten Jerez en una ciudad insostenible porque quienes tienen que comportarse no lo hacen, y quienes tienen que preocuparse, sólo lo hacen para cuando se programa algo que queda muy bonito en el programa de actos de una delegación. Bueno sería tomar cartas en el asunto porque lo preocupante, además de la imagen, es que Jerez sigue dando la impresión de que es una ciudad donde cada uno hace tranquilamente lo que le sale de las narices.