El rico se siente seguro porque está saciado de cosas, mientras el pobre sufre carestía de casi todo. El rico se cree mejor porque la vida le sonríe, pero en el fondo es tan pobre, tan superficial, que cree que el dinero lo da todo. Hay pobres con dinero pero también una clase media que- aunque le cuesta llegar a fin de mes- ha olvidado lo esencial de la vida, poniendo en almoneda su libertad porque es esclava de lo material, de una cultura superflua, liquida, consumista, planificada, a la postre, deshumanizada. En la Jornada Mundial de la Pobreza, el Papa Francisco dice una verdad incómoda: "el grito de los pobres es cada vez más fuerte, pero menos escuchado". Hemos endurecido el oído porque la pobreza es fea, desagradable, casi nunca viaja sola, sino que se hace acompañar de una variedad interminable de problemas: precariedad de recursos, desempleo, adicciones, enfermedades, pobreza de espíritu, falta de educación y baja autoestima. Ver en el rostro del pobre a un hermano es una exigencia olvidada en este Occidente sin Dios. Si al teocentrismo lo hubiera sustituido un antropocentrismo de corte humanista, el daño sería menor; hemos caído más bien en el egocentrismo, el culto al Dios Narciso, tan bien disfrazado y tan eficaz en esta cultura digital de masiva información pero de estrechez mental. Se le ve en la tele, en las redes, en nuestro entorno, en nuestro propio corazón, en la frivolidad con la que afrontamos la realidad que nos toca vivir, que no deja pararnos a discernir porque está hecha de instantes, de pequeños placeres, de felicidades fugaces que a la larga nos deja vacíos. Lázaro grita, y aunque su grito es cada vez mayor, hemos sofisticado la manera de ahogarlo en el ruido de nuestra comodidad. Hacemos de la indiferencia un arte. No escarmentamos en el ejemplo de Epulón que arde en el Hades.

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