Ocurrió en El Intermedio, programa de sátira política de tendencia progresista, por ser suave. El humorista de guardia, en una pretendida parodia, se suena los mocos con una bandera de España; imaginen la que se lía en las redes sociales: se anuncian querellas y campañas de boicots a los patrocinadores del programa, cuya diana favorita es la derecha y la Iglesia. Otra ocasión para hablar de los límites de la libertad de expresión, aunque ese debate me parece engañoso; los que defienden al humorista- maldita la gracia que tiene-, creen que no se respeta su derecho. Si tuviéramos que centrar la cuestión en un debate jurídico, filosófico o ético, sería fantástico poder discutir y contrastar argumentos. Pero no se trata de fijar los límites o la esencia misma de la libertad de expresión, sino de señalar la injusticia intrínseca con la que una parte de la sociedad se ha apoderado de ella, la manosea y manipula en favor de intereses espurios, ideológicos o partidistas. Esa parte de la sociedad es la que controla el 90% de los medios de masas. Sale gratis mofarse de España o de la religión católica, son un clásico. ¿Se hubiera sonado los mocos el humorista con la bandera de una Comunidad Autónoma? Seguro que no, vaya ultraje intolerable con la diversidad. Y con la estelada, menos. ¿Se mofará el programa alguna vez del Profeta? No se les ocurre, no vaya la Yihad a señalarles como objetivo. ¿Se sonará la nariz con la bandera LGTBI? Pecado mortal que los condena al infierno mediático por homófobos. En cualquiera de estos casos, no se habría suscitado el más mínimo debate sobre el límite de la libertad de expresión, se daría por sentado que el ataque es intolerable y merece castigo. Cuando los derechos se tornan miel para unos y cicuta para otros, la democracia está en peligro. Uno muy sutil, pero letal y efectivo.

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