Teresa Ollero Ruiz-Tagle nos regaló por la boda, hace más de veinte años, un precioso libro de firmas hecho por ella, encuadernado en piel y con letras doradas. Empezamos a usarlo en la ceremonia, y firmaron todos los testigos. Pero luego se me olvidó pedirle a nadie que pasaba por casa que firmase, también porque recibíamos de Pascuas a Ramos.

Ahora me arrepiento, porque veo mi libro de firmas casi vacío, y todavía peor, con alguna anotación rápida que tomé en él de alguna cita culturalista, principalmente en latín. He recordado la gente que, al final, poquito a poco, ha ido entrando en casa, desde un príncipe de la Iglesia, el renacentista cardenal Cipriani, hasta políticos de mucho peso, y varios poetas de mucha altura. Quizá esto de la mucha altura traiga malos recuerdos a José Mateos, que se despeñó por las escaleras y las bajó rodando. Bromeamos después con la placa que hubiésemos colocado en la fachada: "En esta casa se precipitó al vacío José Mateos, Ícaro del verso". Pienso, sobre todo, en Aquilino Duque, que tantas siestas se metió aquí entre pecho y espalda, y que ya no firmará en nuestro libro; y es lo que más me duele.

Sin embargo, atesoro un ejemplo que me lanza al futuro a pecho descubierto: mis fichas de lectura. Hasta los 23 años no las hice y, cuando me puse a hacerlas, ya había leído mucho más de la mitad de lo que he leído después. Mi carrera de Derecho, con sólo tres horas de clase al día (y voluntarias, y no siempre) fue una fiesta literaria que casi me cuesta la licenciatura. Podría haber dicho que para qué iba a ponerme a hacer las fichas si ya se me habían escapado sin fichar los mejores años. Pero me puse, supongo que con gran melancolía en las treinta primeras fichas tímidas y solitarias. Hoy por hoy, mi fichero es mi principal herramienta de trabajo. Mi mala memoria no se olvida ni un día de agradecer esas notas. Empecé tardísimo, pero qué bien que me puse.

Ha sido una lección inolvidable. Ahora, pensar que voy tarde sólo me sirve para empezar antes, como aquel general francés en el Protectorado de Marruecos que quiso plantar en Capitanía unos soberbios árboles que había visto en un palacio local. Le dijeron que esa especie tardaba varios siglos en adquirir ese porte. "Pues plántenlos inmediatamente", urgió. Ya no me firmaran, ay, ni Tere Ollero, ni Aquilino, pero el resto, aunque sólo pase de refilón por mi calle, no se me escapará.

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