Una vez que se han empezado a distribuir las primeras vacunas contra el Covid-19, surge de inmediato la pregunta: ¿debería ordenarse la vacunación obligatoria? La respuesta no es en absoluto sencilla. Admitiendo que en España existe soporte legal para ello (véase la Ley de Medidas Especiales en Materia de Salud Púbica de 1986), el hecho mismo de que una buena parte de la población manifieste fuertes reticencias plantea graves dificultades a la hora de tomar una decisión drástica.

Y es que, además, tampoco los expertos expresan un criterio uniforme. Frente a los que abogan por la obligatoriedad, sea total o al menos para ciertos grupos de especial riesgo, hay otros que subrayan que el consentimiento es un principio profundo de la bioética y que dicha obligación sería desmedida y hasta contraproducente.

El bioético Julian Savulescu, catedrático de Ética Práctica en Oxford, enumera las condiciones esenciales que han de cumplirse para fundamentar una vacunación forzosa: en primer lugar, señala, tiene que existir una amenaza grave para la salud pública, algo que hoy nadie negaría; en segundo, debe tratarse de una vacuna segura y efectiva, lo que en este momento sinceramente desconocemos; en tercer lugar, a su juicio, para justificar tal quiebra de los derechos individuales, la vacunación obligatoria ha de demostrar una ratio de coste/beneficio muy superior a la alcanzable por otras vías (la generalización de pruebas serológicas y de antígenos, por ejemplo); y, por último, el nivel de imposición ha de ser proporcionado. Este requisito final es el que genera, creo, mayor dificultad. Obviamente la coerción nos aproximaría a la inmunidad de grupo. Sin embargo, dice Savulescu, aquélla sólo se conseguiría mediante sanciones y prohibiciones que, para él, aparejarían desproporción.

Como ven, estamos ante un asunto verdaderamente espinoso, en el que quizás no caben modelos unívocos. Es probable que baste con una coacción blanda que, sin vacunación, vete el acceso a concretos servicios o entornos. Se ha llegado demasiado lejos demasiado rápido. Hay dudas y miedo. Aun así, y hablo por mí, no cabe olvidar nuestro deber moral para con los demás. Si existe un recurso que salva vidas, no ya porque me lo impongan, sino por mi propio sentido de la responsabilidad, no encuentro razones de auténtico peso para eludir una conducta que, al cabo, podría acabar con el sufrimiento -físico, mental y económico- de tantos.

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