Lluvia y fuego

Que se nos hizo de barro se nota en lo que nos alegra la lluvia cuando al fin llega

Dejé de escribir en mi blog para concentrar mis fuerzas en estos artículos, que falta me hacía; pero ahora me encuentro con temas mucho más de blog o de diario literario que de columna de opinión. ¿Qué hago, ay, con mi chimenea encendida mientras fuera, tras la ventana, cae esta lluvia gruesa del sur, que tanto hemos esperado?

¿He dicho "fuera"? La lluvia, traviesa, se cuela en casa en cuanto salgo a meter troncos empapados como esponjas. Y eso que voy corriendo, tratando de que chorreen lo menos posible, pero queda en el suelo una lengua, casi un charco, donde sueñan con reflejarse los aromas a tierra mojada que entraron por la rendija de la puerta dos minutos entreabierta.

Luego está el placer un tanto barroco de lanzar al hogar incandescente un tronco bien mojado. Las llamas, quizá por timidez, se retraen. Ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas para tocar el agua como el fuego al principio. Sale un humo blanco, que sorprende de tan limpio. En ese vapor y en esas primeras llamas introvertidas están tenuemente trenzados los tres elementos (agua, fuego, aire). Y yo -que soy el cuarto elemento de la escena: la tierra o el barro, mojado y algo humeante también de tanto entrar y salir- me sumo a la fiesta.

Si estuviese en el blog, daría la celebración por descrita, pero la columna ha de tener una altura y un número muy matemático de caracteres. Así que le pido ayuda a mi primo de Zumosol brasileño, que es Mario Quintana, que escribió un soneto para una ocasión parecida: "Junto a la chimenea, el alma entera/ se cubre de cenizas lentamente./ La tarde como un pájaro doliente,/ pío-pía sin fin en la gotera…// La pobre tarde espía desde fuera/ -pegada a la ventana tristemente-/ el crepitar del fuego de la hoguera./ ¡Ay, Dios, el frío que la pobre siente!// ¿Por qué el arcángel hoy, tan neurasténico,/ sólo usa gris en su montaje escénico/ y ha olvidado el azul, el rojo, el verde…?// Si yo pudiese, tardecita helada,/ pintaba de arco-iris la fachada/ de este cielo de pena que nos pierde?" .

Cuando vuelvo a salir por leña (salgo a cada rato a por el abrazo húmedo de la intemperie fresca) compruebo que el fuego ya está consolando motu proprio a la tardecita helada. Su penacho de humo no será un arco iris, pero dibuja una parábola difuminada al carboncillo, y los olores a leña bien valen una sinestesia de colores. La tardecita no está tan helada ni, para nada, tristona.

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