CUANDO hace unos días el Papa Francisco canonizó a Madre Teresa de Calcuta, algunos medios- de prensa escrita y digitales-, se hicieron eco de una campaña en contra de la Santa con acusaciones terribles como la de lucrarse económicamente, recibir costosos tratamientos médicos durante su enfermedad mientras se los negaba a los pobres a los que acogía, no darles cuidados paliativos en función de una interpretación absurda de la opción por el sufrimiento o simplemente no lavarlos. La iniquidad que despierta la Iglesia Católica entre sus detractores pone en marcha la miserable máquina de triturar con una frecuencia inusitada, con argumentos tan repetidos que una mentira mil veces dicha se convierte en verdad. Las acusaciones a Madre Teresa provienen principalmente de Christopher Hitchens que la describió como una fundamentalista religiosa, activista política, sermoneadora a la antigua y cómplice de los poderes seculares de este mundo. Hitchens y otros resentidos esparcen su bilis afortunadamente con escaso éxito, porque Madre Teresa es querida en todo el mundo. Su opción por los pobres, por los descartados de la sociedad es inequívoca, a mucha distancia del ejemplo de sus detractores. En cualquier conflicto, en la zona más pobre, o castigada, hay un misionero, una religiosa, que da todo por nada, un valioso testimonio de una Iglesia denostada. Cuando todos se han ido porque se hacen insoportables las condiciones de vida, allí siguen ellos, solos; y, sin embargo, el odio que despierta la Iglesia no es comparable al de cualquier otra Institución. Se exige a sus miembros de forma infantil que sean perfectos, ejemplares, sin mancha, sin darnos cuenta que la realidad humana es débil, vulnerable, y por tanto pecadora. Como si los que critican sin descanso a la Iglesia fueran perfectos, sin mácula o santos laicos.

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