Hace ya muchos años, en la Feria abril de Sevilla, pasé ante un breve kiosko de libros, consistente en una mesa plegable, y tras la cual se hallaban dos hombres abstraídos e inmóviles, que parecían mirar, que parecían hallarse en otra parte. En un principio no los conocí. Pero unos metros más adelante recordé sus caras, acaso recordé sus nombres, recordé sin duda qué los había traído desde tan lejos a esta orilla del mundo. Uno, el más alto, con camisa estampada y gafas de sol, era Fernando García, el padre de una de las niñas de Alcàsser. El otro, más delgado, más nervioso, era el periodista Juan Ignacio Blanco, del que ayer conocíamos su muerte (también la del gran Arturo Fernández, irónico caballero astur. Que la tierra le sea leve).

Quiero decir que hay hombres que sucumben al Mal, a su espejismo, a su profundo y definitivo escalofrío, y ya no saben apartar la mirada de esa oscuridad que los reclama. No hace mucho, el señor Blanco aún mantenía que obraban en su poder algunas cintas en las que importantes personajes de España aparecían involucrados en aquellos crímenes. Esto no es, sin embargo, ninguna anomalía. Ante lo abominable, ante lo monstruoso y gratuito, el hombre tiende a explicarlo mediante fuerzas superiores y arcanas. Lo hemos visto hasta la extenuación, hasta la caricatura (¡pobre inspector Abberline!), en la legión de investigadores que persiguió el fantasma de Jack the Ripper hasta las puertas mismas de Westminster. Lo hemos visto, más recientemente, en la obsesiva requisa de James Ellroy, buscando el rastro de la blancura ajada de la Dalia Negra, como antes buscó -infructuosamente- la sombra de su madre muerta. Coleridge, en el año doce del siglo XIX, subrayaba el tremendo poder que se haya a disposición de un hombre sin miedo y sin conciencia. Y esto lo decía a cuenta de John Williams, un asesino mucho menos misterioso, mucho menos "puro" que el Destripador, y que sin embargo llevo a De Quincey a escribir su Del asesinato considerado como una de las bellas artes.

Fue, sin duda, el Mal, el Mal sin la intermediación del lucro, sin la máscara de las pasiones humanas, el que se abrió aquella noche sobre la oscuridad de Alcàsser. Y es ese mismo Mal, probablemente, el que ejerció su tiranía hipnótica, su absorbente ministerio, sobre las indagaciones del periodista Blanco. Descanse en paz. No nos es dado aventurar, en ningún caso, qué sima de dolor, qué monstruosa nada, giraba tras el rostro inmóvil de su acompañante, el señor García.

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