Malas compañías

Casi todos los partidos están empeñados en ver a sus rivales sólo por las peligrosas relaciones apalabradas para poder gobernar

CUANDO un adolescente se muestra taciturno, introvertido, ambiguo, vacilante, suele atribuirse su imprevisible estado de ánimo a la influencia de malas compañías. La justificación del malestar que transmite recae en alguna relación peligrosa que puede estar contaminándolo. Basta exponer de manera contundente el peligro que entrañan tales relaciones para no sentirse obligado a juzgar al adolescente. Basta con resaltar las compañías que frecuenta para que se comprendan el motivo de su mal. Se evita así el esfuerzo de una mayor indagación. Además, el potencial de riesgo de esos compañeros de viaje se puede forzar o disminuir según se necesite.

Este mismo recurso de señalar malas compañías parece centrar también esta campaña electoral, en la que casi todos los partidos están empeñados en ver a sus contrincantes en función sólo de las peligrosas relaciones medio apalabradas, para -tras las votaciones- poder gobernar. Esta táctica se ha impuesto de manera ineludible, tras la aparición de esos nuevos fantasmas reales (independentistas, populistas y extrema derecha) capaces de infundir verdadero -y justificado- pavor a unos o a otros. De pronto, más que criticar y denunciar las propuestas y programas de los adversarios, o exaltar las propias, la mercadotecnia electoral ha enfocado y situado en primer plano denunciar las intenciones ocultas -de unos y de otros- que subyacen para el "día después".

Conviene, pues, pensar en el desplazamiento que esto introduce en la pugna electoral. No solo se desconfía plenamente de lo que expresan los programas y las declaraciones públicas de muchos partidos; además, se pone en entredicho que las convicciones personales expuestas por los dirigentes se vayan a mantener. Incluso las alianzas explícitas y confesadas no son consideradas creíbles, porque la palabra, escrita o hablada, apenas supone un compromiso, dado lo poco que cuesta desdecirse. En realidad se ha entrado, una vez más, en "la edad de la sospecha". Las creencias del contrario, del adversario, ya no imponen respeto, no se tienen cuenta, porque no se sabe el tiempo que las mantendrá. Por tanto, apenas merece la pena desmontarlas. La nueva jugada política consiste en desenmascararle, como un psicoanalista, desvelando sus propósitos más ocultos: las relaciones peligrosas en las que se va apoyar. Pero con esta especulativa subasta de intenciones secretas, las únicas que salen ganando son las malas compañías que cada día cobran más visibilidad.

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