Afirmaba Platón que de virtud hay una sola especie y de maldad muchas. Conocía bien el filósofo los recovecos del alma humana, capaz de incubar mil formas de herir u ofender al otro, de afligirle el corazón o el cuerpo en un juego interminable en el que cada cual elige víctima, oportunidad y método. Nunca se logra escapar -creo- de inclinación tan constante y unánime. No trato, pues, de zaherir a nadie con lo que parece un instinto, el camino más simple que toda razón encuentra para adelantar por los atajos, espantar sus propios monstruos y fingir opacos los espejos. Pero, puestos a comprender, uno entiende y acepta mejor la maldad diáfana, ésa que no repara en matices y se muestra en su negrura absoluta. La de un Hitler, por ejemplo, perseverante y gélida; la trastornada de un Nerón; la insensible y brutal de un Mao; la rebelde y enfermiza de un Sade; o, en fin, cuantas retrató Borges en su monocroma Historia universal de la infamia. En tales vidas se aprecia una vileza coherente, un hilo de abyecta sinceridad y hasta un punto, perverso aunque nítido, de extraño coraje. Sirven, además, para distinguir al antihéroe, para deslindar el límite exacto del precipicio, para marcar el finisterre que, traspasado, no permite ya disimulos ni arrepentimientos. De su libertad enloquecida aprovecha, al menos, nuestra creciente conciencia del horror.

Esta paradójica grandeza no aparece, en cambio, en la maldad de los mediocres: la del traidor que cobardemente esconde intención y rostro; la de quienes clavan el delicado puñal de la ironía o gozan arrojando palabras como dardos en el impune claroscuro de los sobrentendidos; también aquélla, ignominiosa, del que te ahoga mientras dice abrazarte… No vislumbro mérito ni ventaja en las trampas míseras de tantos fulleros que deslizan bastos entre los supuestos oros de su bonhomía hipócrita. La ruindad del enmascarado, hoy tan frecuente, revela su amargada incapacidad, el permanente y despreciable revoloteo de su alma pequeña y mezquina, sólo diestra en el dudoso arte de tirar la piedra y esconder la mano.

Y, de morir, preferiré siempre el zarpazo instantáneo de las fieras. Al cabo ellas, a diferencia de las furtivas moscas que se nutren incansablemente en la llaga abierta de tus dudas y desesperanzas, siempre habrán de ofrecerte una última disculpa: la de percibir en sus ojos el brillo franco de una animalidad perfecta, pavorosamente transparente e imbatible.

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