SE suele decir que la ley contra la violencia de género, que entró en vigor hace cuatro años, no ha logrado que se reduzca el número de mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas, en torno a las setenta anuales. Es una afirmación equívoca. En realidad, lo que cabe preguntarse es cuántas muertes no se han producido gracias a que la ley existe. No podemos saberlo, pero sí intuir que se han salvado numerosas vidas.

Porque la ley es necesaria, justa y útil, aunque perfectible, como todas. La falacia parte del prejuicio de pensar, como piensan algunos, que basta con la mera existencia de la norma para acabar con un problema que hunde sus raíces en una cultura de siglos. La ley proporciona un instrumento para combatir la violencia machista, pero su completo despliegue y efectividad depende de que se aplique en todos sus aspectos. Para eso hacen falta medios. Por ejemplo, para hacer cumplir las órdenes de alejamiento. O para proteger a las mujeres en situación de riesgo. Desgraciadamente, no hay fuerzas policiales suficientes para dedicarlas a estos menesteres.

Otro aspecto poco desarrollado: el tratamiento a los maltratadores. Suelen ser reincidentes, como si el hecho de haber sido condenados o denunciados por violencia de género les hubiera, paradójicamente, aliviado de cortapisas y mala conciencia, y les condujera a repetir la agresión, normalmente de manera más grave. Es un hecho. El 31% de los que han matado a una mujer con la que tenían una relación ya habían sido denunciados y/o condenados por la propia víctima o por una pareja anterior, o tenían antecedentes penales por otros delitos. La psicología del machista homicida es extraña. Se observa también en la persistencia del factor imitación: al día siguiente de un crimen se producen otros. Como si se contagiasen. Les pasa igual que a los suicidas. Un suicidio no provoca que se suiciden las personas normales, pero sí incita a quienes encierran dentro de sí la tendencia a quitarse la vida. Lo mismo les ocurre a los maltratadores que traspasan el umbral que conduce a sus compañeras de una vida infernal a la no vida nada más saber que otros ya lo han hecho.

Donde yo creo que estamos fallando más es en las vertientes educativa y social de la lucha contra la violencia de género. La frecuencia de situaciones de malos tratos en parejas jóvenes indica que no se trata sólo de una violencia antigua, ancestral, propia de sociedades marcadamente patriarcales. Indica que también en esto el sistema educativo sigue dándonos motivos de preocupación. En cuanto a la dimensión social, son demasiadas las denuncias que las víctimas han de afrontar en solitario y pocas las que proceden del ámbito familiar y vecinal. Todavía pensamos que lo que ocurre dentro de los muros de una casa compete únicamente a sus moradores.

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