Ni que decir tiene que en el mundo actual vale más un buen móvil que un libro. Más, una Tablet que un buen ramo de rosas y mucho más una serie de Netflix que una obra de teatro en directo. Los cambios de expectativas y de motivaciones nos están llevando por la senda de lo políticamente incorrecto. La de lo más alejado a los principios básicos. La de la impronta que se crea cuando las energías las centramos en todo aquello que pueda ser más propio de la mentira y el postizo, sea carne fresca de redes sociales y se obtenga el diploma de pertenencia a cualquier sarao que se precie para regocijo de los vacíos de corazón. En estos meses observamos, desde la sala de espectadores o desde dentro de la propia performance, las más inquietantes formas de celebrar eventos que nunca nuestra civilización haya desarrollado. Invitaciones de rango superior, vestimentas de ensueño, tocados para enmascarar, maquillajes para delatar, tacones para engañar y demás armas arrojadizas del mundo de las apariencias.

Las comuniones, las bodas, las graduaciones y las puestas de largo se parecen más a espectáculos de la moda televisiva de toda la vida que a los rituales humanos en los que se celebrarían los logros y las ilusiones de alguna que otra etapa alcanzada por los seres en cuestión. Y como parece que ni nada ni nadie va a cambiar esto, resulta sibilino pensar en poder criticarlo. Porque ni nadie lo hace, y a lo peor, puede que sea una barbaridad. No sabemos qué vamos a dejar para celebrar las verdaderas fiestas del alma. Aquellas que nos hacen sentirnos más vivos y felices que nadie cuando realmente encontramos el amor, cuando cruzamos la mirada con unas pupilas limpias, conseguimos algún logro con el esfuerzo propio del que se siente dueño de su vida o simplemente cuando nos apetece celebrar un amanecer o un atardecer de estos días tan luminosos del solsticio de verano. Es cuestión de principios.

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