Margallo

El señor Margallo es un ejemplo -otro más- de que la política y la cultura no tienen por qué coincidir

El ex ministro Margallo no se ha tomado a bien su salida del gabinete y ahora anda por los platós justificando su labor, suponemos que menospreciada por el presidente. El señor Margallo es un ejemplo -otro más- de que la política y la cultura no tienen por qué coincidir. De todos los presidentes de la democracia, del 78 a esta parte, el único que disfrutaba de una sólida formación cultural era Calvo Sotelo. El resto se ha movido entre la indiferencia y el recelo, cuando no un abrupto desconocimiento, urgido por la ambición, como en el caso de Suárez. Margallo, sin embargo, es un señor que escribe libros, que pondera en público sus ideas e incluso guarda, ya para siempre, una reforma de la Constitución en alguna caja fuerte.

El hecho es que las declaraciones del señor Margallo sobre Gibraltar no han sido ni convenientes ni oportunas. A lo cual debe sumarse su constante injerencia en la cuestión catalana. Una cuestión que, como acaba de recordarnos el Gobierno francés, a cuenta del pancatalanismo que busca extenderse por el Rosellón, es de exclusiva competencia española. El señor Margallo era, por tanto, como inquilino del palacio de Santa Cruz, el único ministro incapacitado para mediar en tales cuestiones. Y, sin embargo, continuó ofreciendo acuerdos y reformas que no eran de su competencia. La vanidad intelectual tiene estos peligros que la política revela de forma ridícula o infortunada. También como una de las variantes de la necedad, que arbitra soluciones simples a problemas complejos. Valga como ejemplo el señor Echenique, doctor en Física, que ahora ha descubierto que Aragón es una nación, y como tal debe incardinarse entre el resto de naciones peninsulares.

La política, según recordaba hace poco el señor Fernández, es el arte de lo posible. De ahí que los intelectuales, llenos de máximas y apriorismos, a veces carezcan de la flexibilidad y el juicio (también del oportunismo) de los políticos. En ocasiones, el político se deja guiar por el sentido común y, sin desdecirse de su ideario, encuentra la solución de algún problema. En otros casos, la idea toma posesión del político, como aquellos endemoniados del Malleus maleficarum, el terrible Martillo de las Brujas de la Europa gótica, y entonces se obtiene un problema para cada solución. Una solución que, al azaroso modo del doctor Echenique, puede aplicarse en Cataluña o en Gibraltar, conquista inacabada del señor Margallo.

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