la columna

Luisa Fernanda Cuéllar Vázquez /

María, la madre

El verano pasado estuve en Turquía. Ahí, cerca de Éfeso, existe una pequeña casa de piedra donde se dice que la virgen María pasó sus últimos años.

Se cuenta que fue el apóstol Juan quien la llevó a ese lugar después de la resurrección de Jesús para que estuviera tranquila y alejada de todo lo que le había causado tanto daño.

Estando allí, tuve dos sentimientos encontrados. El primero de aflicción, al imaginar que María padeció el mayor dolor que puede tener una madre. El segundo, fue de sosiego, ya que su corazón, herido de muerte, encontró una persona que le brindó cariño y cuidados hasta el día de su partida.

Imaginé a María en esa casa, haciendo sus labores, recordando al hijo resucitado desde su nacimiento hasta el calvario. Añorando abrazarle de nuevo. Hablando desde muy dentro con Él como lo hace una madre con su hijo. Pero sabiendo que el sufrimiento de ambos había tenido un sentido.

La veo en esos atardeceres magníficos, sentada junto a Juan, narrándole anécdotas de Jesús. Riendo con sus correrías de niño. Perpleja al escucharle hablar con tanta sabiduría. Orgullosa del amor que emanaba. Pero también inquieta, al ver como su hijo, poco a poco, iba tomando conciencia de quien era.

No debe haber sido fácil para ella verle marchar de casa para cumplir la voluntad de su Padre. Seguramente, quienes la rodeaban le contaban lo que Jesús hacía en otras poblaciones. En ese caminar constante. En ese predicar una palabra que en aquel momento resultaba disonante. Y amenazadora.

Muchas veces debe haber temido por la integridad de su hijo. Hasta que un día le llegó la noticia de su prendimiento. ¡Cuánto le habrá dolido ver que le dejaban solo! Luego, vino la cruz. Esa cruz que redimió al mundo pero donde ella murió de pena junto a Jesús.

Volví con el recuerdo de los peregrinos que al llegar a casa de la madre sentían más ligeras sus cruces. Pero sobre todo, volví con el sabor de haber estado con la madre que escucha. Que ama sin condiciones. Que se entrega. Y que intercede, siempre, a favor nuestro.

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