Su propio afán

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Mariquiqui Lassaletta

Esta tonta tendencia mía a enterarme tan tarde de todo ha hecho que no pudiese asistir ni al entierro ni al funeral de Mariquiqui Lassaletta. Sólo ayer conocí la noticia, con semanas de retraso, de labios de su hija, mi amiga Fátima Ruiz. Lo he sentido mucho y, a la vez, con esa confusión de sentimientos que se da en lo más hondo, me he alegrado de mi despiste. "Cuando tocan fondo/ siempre se confunden/ la pena y el gozo", escribió Luis Rosales.

Lo explico. A Mariquiqui Lassaletta Pemartín la saludaba de siempre, por amiga de mi madre y por madre de mi amiga, pero no más. Hace un mes y medio, sin embargo, Fátima me invitó a un almuerzo en su casa de Jerez, y tuve la oportunidad de estar por primera vez mucho con Mariquiqui. La extraña alegría de la que hablo (confundida, como digo, con la pena) es porque ese día ha quedado como mi último recuerdo suyo. Y no fue un día cualquiera.

Leímos en voz alta una carta que había escrito siendo poco más que una niña desde El Puerto en los primeros días de la Guerra Civil. Con expresiva sencillez iba contándole a un pariente sus miedos e impresiones. Su familia se recluyó en un recreo de la carretera de Sanlúcar, y llegaban noticias difusas, rumores alarmantes, ecos de disparos, fogonazos en el horizonte y silencios. Vio pasar un camión erizado de fusiles y aureolado por himnos y canciones. Mientras, se preguntaba por la suerte de primos, amigos y conocidos. En esas cuartillas latía vivo un episodio clave de la historia de España a través de los ojos inocentes de una chica sensible que estaba, casi ochenta años después, sentada, sonriente, con nosotros.

En la mesa la tuve cerca. Me habló de mi madre, de la que se acordaba a menudo, y me emocioné. No fue su única delicadeza. Estaba atenta, lúcida, haciendo gala de un fino sentido del humor. Se dice que el humor es el mejor conservante de la literatura, y que los libros bienhumorados envejecen menos que los solemnes. Ahora pienso que con las personas pasa igual, o más aún. Nada rejuvenece como la gracia. Quizá por eso la noticia ha sido tan inesperada. También porque ella era depositaria de unos principios, unas tradiciones, unas costumbres que no deberían pasar nunca.

El mismo día que la traté más fue (ahora lo sé) mi despedida definitiva, y fue (ya entonces lo supe) un privilegio. Hoy escribo este artículo porque los privilegios hay agradecerlos y hay que compartirlos.

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