A lo mejor no estábamos haciéndolo tan bien o andábamos equivocados. Somos individuales, únicos y, a la vez, idénticos y frágiles. Tan iguales en lo corporal como tan distintos en los comportamientos, y ahí la globalidad no ayuda. Más bien pone a flote las miserias y las formas tan diferentes y extravagantes de cada zona. Un modelo a la deriva. Un modelo asistencial sobre la enfermedad en vez de sobre la prevención. Un modelo insolidario que no aporta nada a países sin recursos para evitarles que comiese murciélagos a demanda. Un modelo egoísta que catapulta a la corrupción de los mercados y no invierte en mejorar las condiciones de vida de los más necesitados. Un modelo donde se encumbra al futbolista millonario antes que al científico investigador. Un modelo donde la influencer de turno tiene más amigos que el sanitario artista aplaudido cuando hay miedo. El de gobiernos aprendiendo unos de otros sobre la marcha a remolque de los hechos. El de la familia, desvirtuada, abandonando a los ancianos en las tristes manos de un modelo de residencias para mayores poco preparadas en lo sanitario. El de diecisiete sistemas de salud difícilmente engranados, con disputas partidistas por los envíos de material. El de una economía sumergida y pícara que en época de vacas flacas no es capaz de subsistir. El de una sociedad sin fábricas, industrias ni manufacturas ni empleo estable que llega a poner en entredicho el modelo capitalista de principios de siglo. El del deterioro de las ciencias de forma paulatina, minusvalorando a científicos, médicos e investigadores, haciendo que la salud sea moneda de cambio. El de la falta de educación para la salud recalcitrante en el curriculum educativo de cualquier centro de primaria, instituto o facultad. A lo peor, el modelo para reinventarse pasa por eso de que Tío Pepe cree un gel hidroalcohólico para chuparse los dedos.

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