Es lo que tienen los prejuicios racistas. Al rato de difundirse la noticia de que un senegalés había muerto en plena calle, muchos no tenían ya duda sobre lo ocurrido. ¿Un negro que se busca la vida vendiendo cosas de contrabando? ¿Unos policías que están patrullando por la zona donde cae fulminado el negro? Pues ya no hay que seguir dando pistas: la policía ha asesinado a este pobre hombre. Naturalmente.

Y es que los prejuicios se inventaron para eso: para no tener que andar perdiendo el tiempo con pesquisas. Por eso, igual que hay prejuicios sobre las mujeres, sobre irlandeses o sobre los granadinos, también los hay sobre esos negros que se buscan la vida como mercachifles por las calles de Madrid. De manera que, antes de pararse a preguntar qué es lo que podía haber pasado, muchos exaltados ya estaban empuñando el hacha de guerra, pidiendo venganza y enfilando hacia Lavapiés, que es el barrio donde se habría perpetrado tan vil asesinato. (O no, porque también cabía la posibilidad de que nadie hubiera matado a nadie.)

De hecho, el senegalés murió de un infarto mientras paseaba y los policías se acercaron a atenderlo. Había un puñado de testigos, pero ¿a quién le podía interesar una muerte tan vulgar? Una ocasión así para montar gresca no se presenta todos los días. ¿Un inmigrante sin papeles que muere en la calle y con guardias de por medio? No era plan de desperdiciar una oportunidad tan estupenda de liarla parda, de proclamar que la policía es asesina y España un nido de fascistas.

Como el salvajismo y la paciencia no suelen ir de la mano, antes de conocerse los detalles ya se había corrido el rumor en las redes sociales de que estábamos ante un crimen racista, así que en un santiamén se plantaron en el lugar de los hechos docenas de vándalos, dispuestos a demostrar que la justicia, como mejor se administra es quemando contenedores de basura y lanzando adoquines contra los escaparates.

Porque a lo mejor ustedes no lo sabían, pero los escaparates de las tiendas, en el fondo, son un símbolo de los males que aquejan al mundo. Si como dijo cierto concejal madrileño en un alarde de lirismo prosoviético, este senegalés "ha sido víctima del sistema capitalista", no queda otro remedio que aplaudir a quienes se lían a pedradas contra las lunas de los bazares y los quioscos, porque en esos establecimientos en los que se adquieren cosas a cambio de dinero (en vez de cambiarse por cabras o por esposas, como ocurría en los idílicos tiempos del trueque) es donde estaría germinando la injusticia de Occidente.

Los vándalos no se identifican por su capacidad de análisis. Por eso, cuando se mezcla la tendencia al salvajismo con la imbecilidad de tragarse cualquier patraña difundida en internet, el resultado es parecido al de las invasiones de neonazis asociadas al fútbol: vuelan las sillas, arden coches, retumban los cristales rotos y los vecinos se tienen que esconder hasta que escampe. Unos llevan cruces gamadas. Los otros quizás ni odien a los negros, pero aprovechan que también mueren de infarto para disfrutar del alboroto.

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