PRETÉRITO PERFECTO

Manuel Romero Bejarano

De la Medina a la Ciudad Monumento (VI)

SE tienen noticias de la existencia de bodegas en Jerez desde los últimos siglos de la Edad Media. Las condiciones de buena parte del terreno que rodea a la ciudad son muy propicias para la vid. Sabemos que se cultivaba en época romana e incluso durante dominación musulmana, pese a la prohibición de beber vino que tienen los seguidores de este credo. Tras la Reconquista, conforme la población se fue alejando de la primera línea de guerra, la vid pasó a ocupar buena parte de las tierras del término, generándose un excedente de vino que comenzó a ser exportado al Norte de Europa.

En un principio la bodega era una dependencia más de la casa, pequeña y normalmente asociada a la función de granero. A finales del siglo XVI se constata la existencia de bodegas independientes de tamaño considerable en los sectores del extrarradio: la actual zona de Divina Pastora y el Ejido, amplia extensión ubicada en torno a la actual calle Diego Fernández Herrera.

No es hasta la segunda mitad del XVIII cuando la arquitectura bodeguera comienza a desarrollarse a gran escala y a influir en el trazado urbano. Durante el 700 la exportación se convierte en el principal objetivo de las firmas vinateras. Pese a que aún se tiene noticia de numerosas bodegas integradas en las viviendas, cada vez van a ser más frecuentes las de grandes dimensiones, que en Jerez se denominan bodega catedral. Estos edificios presentan planta rectangular, altura considerable y, por lo general, están cubiertos por un tejado a dos aguas para preservar unas condiciones climáticas determinadas necesarias para la crianza del vino.

Ya en la segunda mitad del XVIII una zona del intramuro correspondiente a la parroquia de San Mateo, lindante con el sector suroeste de la muralla, comienza a ser ocupada por bodegas de grandes dimensiones, creándose el germen de lo que acabaría por convertirse en las Bodegas Domecq. Fueron inútiles las protestas de los beneficiados de la parroquia, que veían como el barrio se quedaba despoblado pues las bodegas acabaron por ocupar por completo este lugar en la siguiente centuria. Durante el XVIII también se produce una expansión bodeguera en Jerez en las zonas exteriores de la muralla. En el arrabal de Santiago se desarrolló en torno a la calle Muro y en el de San Miguel había cascos de bodegas prácticamente por todos lados. Pero lo más interesante es el crecimiento de las bodegas en el extrarradio, en la zona de El Ejido, que se plantea como el primer polo de expansión vinatera de la ciudad. La primera del rosario de bodegas allí construidas se levanta en 1773 a instancias de Manuel Carlos Bahamonde, en el entorno de la calle Diego Fernández Herrera, conservándose en la actualidad con el nombre de Conde de los Andes.

El XIX es el gran siglo bodeguero de Jerez. La exportación alcanzó cotas insospechadas hasta aquel momento, que sólo se superaron en la década de los sesenta del siglo XX. Como consecuencia, la arquitectura industrial conoció un desarrollo inusitado, convirtiendo a la población en la Ciudad Bodega que ha llegado hasta nosotros y que en la actualidad se va destruyendo a pasos agigantados. En el intramuro se ocupa por completo el sector suroeste colindante con la muralla, creándose dos grandes complejos bodegueros: en la zona correspondiente a la parroquia de San Mateo, Domecq y en el correspondiente a la parroquia de San Salvador, González Byass. En ambos casos se cierran varias calles del viario público, incorporándose a estos complejos que se conforman como pequeñas ciudades dentro de la ciudad, pues a la yuxtaposición de cascos bodegueros de grandes dimensiones, hay que sumar todas aquellas instalaciones necesarias en el proceso de producción y comercialización del vino: escritorios, tonelerías, plantas de embotellado, jardines y alambiques para la producción de aguardiente. El primero de estos conjuntos en surgir (y el más interesante desde el punto de vista urbanístico) es el de Domecq, que empieza a incorporar espacios de uso público en 1836, adueñándose de cuatro calles: Meleras, Lecheras, Tambor y San Ildefonso, ésta última con la oposición de los vecinos de la zona.

En el extrarradio el crecimiento bodeguero es espectacular, generándose un cinturón de bodegas que rodea por completo a la ciudad preexistente. En el sector norte calles como Lechugas, Lealas, Pizarro, Clavel, Conocedores, Pajarete y Arcos van a llenarse de cascos de bodega, siendo en esta zona el caso más interesante el de la calle Circo, donde la ocupación industrial se va a adaptar a la Plaza de Toros surgiendo así un interesante espacio urbano. Pero la zona en la que las bodegas de nueva planta van a conocer un mayor desarrollo es de nuevo El Ejido. Durante las primeras décadas de la centuria se siguen levantando bodegas en este enclave, siendo la más importante de este periodo la Bodega El Cuadro, entre las calles Diego Fernández Herrera y Medina, concluida en 1819. No obstante, la expansión de la zona se consolidó con la llegada del ferrocarril a Jerez en 1854, naciendo en 1860 un nuevo barrio de trazado rectilíneo frente a la estación conocido en aquél entonces como Vallesequillo, que correspondería en la actualidad a la zona del Mundo Nuevo y conformado por las actuales calles Arguelles, Madre de Dios y Méndez Núñez, entre otras. Por último, destacar que un fenómeno asociado a la llegada del ferrocarril a la ciudad fue la puesta en funcionamiento en 1870 de un ferrocarril urbano que comunicaba las principales firmas vinateras con la estación principal y que, partiendo de la Alcubilla, donde se encontraba González-Byass, llegaba a la Puerta de Rota, Ronda del Caracol, Muro, Ancha, Ponce, Pozo Olivar, Capuchinos, Paúl, Zaragoza para salir por el campo hasta la estación.

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