Más o menos se acuerda uno. Los que vamos cumpliendo cierta edad recordamos lo que hicimos el 23 de febrero del 81 o en qué playa nos bañamos cuando murió Lady Di. De lo que no nos acordamos ni a tiros es de lo que estábamos haciendo cuando Hernán Cortés invadió México sin quitarse el casco. Y no nos acordamos porque el cerebro no lo teníamos suficientemente desarrollado en aquel entonces.

Por tanto, que venga ahora el presidente de ese país a exigirnos explicaciones a los españoles -por unos episodios ocurridos cuando en México no había ni tele- hace pensar que el abuelo de la familia Cebolleta no solo creó escuela, sino que estamos ante su más destacado representante.

Para empezar, el señor presidente se está equivocando de ventanilla. Pedir responsabilidades a los españoles de hoy sobre lo que pudieron hacer otros españoles hace cinco siglos es tan delirante como que usted le las pidiera a los franceses de hoy por haber matado a pedradas a aquel mamut que apareció en las obras del metro de París. Y es que heredar las culpas de los antepasados es una práctica muy arcaica. Tan arcaica que hasta se entiende que este señor que preside México añore una época en la que había más caníbales que amantes de la dieta vegetariana.

Esto suele pasarles a los que no entienden muy bien la diferencia que existe entre un individuo y el género al que pertenece. ¿Hay que culpar al pueblo mexicano por las resacas que produce el tequila consumido en grandes cantidades? ¿Y por los estragos que provoca el cine de Cantinflas, incluso en pequeñas dosis? Pues a ver si nos enteramos de una vez: ni los españoles somos responsables de las aventuras de Hernán Cortés ni los gallegos deben rezar un padrenuestro y tres avemarías para expiar los pecados del franquismo. Pero ni los gallegos ni los tipos bajitos y con bigote.

Como me sugirió el filósofo Juan Carlos González, con tal de cubrirnos las espaldas -ya que nos exigen disculpas por lo que pudieron hacer nuestros paisanos varios siglos antes de que naciéramos-, habrá que pensar si no convendría también ir pidiendo perdón por las fechorías que pudieren cometer nuestros tataranietos, pues ninguna familia se libra de que le salga un garbanzo negro.

Pero que el presidente de uno de los países más violentos del mundo se preocupe por los crímenes cometidos en el siglo XVI es algo que le honra. Lo malo es que, si ahora está intentando aplicar el código penal a unos sucesos de hace tanto tiempo, cuando quiera poner remedio a los treinta y tantos mil asesinatos que se registran anualmente en esas tierras que hoy caen bajo su jurisdicción, quizás sea ya tarde para poner un poco de orden.

Y todo eso dando por buena la versión que defiende el propio presidente (según la cual los conquistadores se presentaron sin llamar, sin llevar dulces para la merienda, y dispuestos a estropear aquella especie de acampada jipi en la que estaban vivendo los indígenas bajo el imperio azteca), cuando a lo mejor las cosas tampoco fueron exactamente así.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios