La esquina
José Aguilar
¿Quién decide de qué toca hablar?
La tribuna
CON la Misa solemne 'In Cena Domini' del Jueves Santo, inauguramos ayer el Triduo Pascual. Esos tres días, que comienza con esta Eucaristía y concluyen con la oración de vísperas del Domingo de Pascua, forman una unidad, y como tal deben ser considerados. En estos días vamos a contemplar a nuestro Señor situado en la cima del monte Calvario y vamos a recibir su medicina sanadora desprendida desde su corazón rasgado.
Si hacemos un poco de memoria, vemos que para llegar hasta aquí hemos recorrido un camino largo y escabroso que comenzó en Galilea y terminó en Jerusalén. En este camino Jesús nos ha anunciado repetidas veces su sufrimiento, hablaba de juicio, de cruz y de resurrección. Con la Iglesia, nuestra Madre, hemos subido piadosamente la cuesta empinada de la Santa Cuaresma, hemos escalado cada día estimulados por la oración, el ayuno y la limosna para poder llegar con el Señor a la Ciudad Santa y celebrar el misterio Pascual.
El Misterio Pascual que celebraremos es la pauta y el programa que debemos seguir en nuestras vidas, que están también entretejidas de gozo y de dolor. Huir del dolor y las penas a toda costa y buscar gozo y placer por sí mismos son actitudes equivocadas. El camino cristiano es el camino iluminado por las enseñanzas y ejemplos de Jesús. Es el camino de la cruz, que es también el de la Resurrección; es olvido de sí, es perderse por Cristo, es vida que brota de la muerte.
Y dicho caminar lo comenzamos celebrando lo que Jesús vivió en el cenáculo: "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que Él vuelva" (1Co 11,26). Cristo sabe que le queda poco tiempo, y antes de pasar al Padre quiere dejarnos su testamento en la Cena del Jueves Santo. Los signos y palabras de aquella noche quedarán gravados en la mente de sus discípulos: con el lavatorio de pies nos enseñará que amar es servir; con el pan y el vino nos dirá la manera en que se quedará con nosotros y con el mandato de "haced esto en memoria mía", instituirá el sacerdocio.
Por tanto, pongamos nuestra mirada en Cristo que en la víspera de su Pasión, se entregó a sí mismo, instituyó la Eucaristía y dejó a sus discípulos el mandamiento del amor, mostrando así que el amor y la Eucaristía están muy unidos y que la caridad es algo que afecta a la totalidad de la Iglesia.
La Eucaristía es la entrega de Jesús por amor a la humanidad: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,14). Es un amor radical, un amor que sirve, que se entrega, hasta dar la vida. Jesús acaba su vida conforme la ha vivido en todo momento: amando y sirviendo. Por tanto, si no amamos, si no servimos, si no celebramos y vivimos la Eucaristía en la vida de cada día, si no lavamos y nos dejamos lavar los pies "no tenemos nada que ver con Él". Es lo que Jesús le dice a Pedro, explicándole la condición necesaria para ser discípulo suyo.
Jesús con su gesto nos da una gran catequesis sobre el servicio como actitud fundamental. Él nos ha dado ejemplo, nos ha mostrado el camino, para que hagamos lo mismo con las demás personas y sobre todo, gracias a su entrega, nos ha posibilitado la entrada en la vida divina, abriendo el camino de la humildad, el servicio y el amor. En el servicio a los demás, especialmente a los más pobres, podemos encontrarnos con Jesús y descubrir ese camino de felicidad que nos propone en su Evangelio.
La respuesta de Pedro también ha de ser la nuestra: "Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza".
Lavar los pies es una actitud fundamental del seguidor de Jesús, es hacer de la vida un servicio a los demás, por amor. Por eso el Jueves Santo es el día del amor fraterno, el día del amor a los hermanos, porque sin amor no se puede servir. San Pablo decía: "Aunque diera todo mi dinero a los pobres, si no tengo amor, no me sirve de nada" (1Co 13,3). Al mismo tiempo el gesto de Jesús nos indica cómo han de ser nuestras relaciones entre nosotros, relaciones fraternas y de servicio, para poder así ser signo del amor de Dios en el mundo.
El día de la institución de la Eucaristía también celebramos la presencia del Señor, que quiso quedarse con nosotros en este sacramento, haciéndose nuestro alimento de salvación. En él se cumplen las últimas palabras que Jesús les dice a sus discípulos "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20)". Es esta presencia del Señor la única garantía de los discípulos, esa presencia será su fortaleza, su alegría y su esperanza. Es ese el motivo de que después de la santa misa, velemos en adoración con el Señor, que está presente en medio de nosotros, cumpliendo a la vez el deseo que Él manifestó a los Apóstoles en el huerto de los Olivos: "Quedaos aquí y velad conmigo" (Mt 26, 38), preparándonos así para acompañar a Jesús a lo largo de toda su Pasión, Muerte y Resurrección.
Por último, no quiero terminar sin tener un recuerdo especial para los cristianos perseguidos y martirizados hoy en diferentes partes del mundo. Pido a la Santísima Virgen que les ayude a subirse a la cruz con su Hijo y que ablande los corazones de los poderosos para que trabajen contra esta lacra de la violencia y entre todos podamos construir un mundo más justo y humano.
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