Montmartre

'Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre' nos muestra un mundo que ya ha descubierto el carácter ilusorio y lúdico del arte

En la excelente exposición de CaixaForum, Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre (exposición, ay, que nos viene algo amenguada de Barcelona y Madrid), nos encontramos con un mundo que todavía no es el nuestro, pero que ya ha descubierto el carácter ilusorio y lúdico del arte, así como la realidad masiva, inhóspita, aluvial, de la gran urbe y su cenefa de bohemios y cafés-cantantes. En ese estrecho arco temporal, de finales del XIX a primeros del XX, se va a asistir a dos fenómenos complementarios y acaso irrepetibles: la coronación del artista como un príncipe con piorrea -piénsese en Verlaine, en Lautrec o nuestro infortunado Sawa- y la extensión del arte, su avasalladora y espléndida intromisión, en la publicidad, el diseño y la vida doméstica de la metrópoli.

Una ciudad, claro, de gran fuste nocturno, que se arrellana en Le Chat Noir, diseñado por Steinlen; pero una ciudad cuya formidable tropa es el artista caedizo, ayuno de financiación, que vivaquea en las redacciones y fatiga circos y cabarets y hondas botillerías con olor a absenta. Esta efervescencia artística es hija espiritual de un brusco hacinamiento de cuerpos en el Montmartrre parisino, en la Barcelona de Els Quatre Gats o en el viejo Madrid de la puerta del Sol, donde la Cripta del Pombo hacía las veces de cueva altamirana. Pero ese arte es también, y de modo singularísimo, hijo de aquello que Huizinga llamó homo ludens y que no es más que la huella modernista de un juego inédito: aquél que intercambia épocas y estilos con la gracia despreocupada de una archiduquesa. Sin esta consideración estética de la Historia, el XIX todavía seguiría dándole vueltas, bien a la realidad paupérrima y escarnecida de su siglo, bien a la consideración del Medievo como un herrumbroso vademécum. Sin embargo, modernistas y simbolistas han descubierto que, sobre salvar la magia, esta frívola mercantilización del arte, que sirve para anunciar óperas y jabones y suspensorios, ha traído también un último optimismo, no exento de vértigo.

Un vértigo, como sabemos, que quizá sea indistinguible de las muchedumbres que cruzan la ciudad (enérgicos dibujos y estampas de Lautrec, Signac, Steinlen, Ibels, etcétera); pero un vértigo fruto, de igual modo, de una reordenación de formas y colores, de un público apresurado y herterogéneo, y de una sociedad que, en la noche iluminada de las ciudades, sueña con el prodigio, con lo insólito, con una viva y despreocupada exhuberancia, justo antes de inmergirse en el ronco orfeón de la Gran Guerra.

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