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OCCIDENTE miró a otro lado a raíz del golpe de Estado. Sí, golpe. Se ha dulcificado el término cínica e hipócritamente. La diplomacia de los intereses acudió solícita como tantas y tantas veces a mantener la farsa. Egipto sucumbe hoy ante una violencia desmedida, injustificada. Decenas de cuerpos sobre los adoquines ensangrentados de la plaza de los sueños y falsas libertades. Violencia, represión, disparos. Vidas robadas. Estado de emergencia bajo una ley marcial que duró todo el mubarato.

Los militares controlan un poder que no han perdido real y efectivamente durante cinco décadas. Salvo el paréntesis de los hermanos musulmanes. Nada se sabe del presidente legítimo Mursi, derrocado y encarcelado. Máxima tensión. Pero el lenguaje apócrifo de las cancillerías europeas y norteamericana, amén israelí sigue su curso. Brutalidad en estado puro. Masacre y disparos contra una multitud desarmada. ¿Qué justifica o ampara esto?, ¿a quién importa la vida y la libertad en la plaza pública árabe?

Las democracias no se imponen ni se implantan de un día para otro, tampoco se exportan. Son reflejo de una sociedad, de una cultura, de unos valores. Quid cuando esa sociedad nunca ha vivido antes en democracia. Ese es el caso de Egipto. Un país sin partidos. Un país sin más tradiciones políticas que la autocracia, la dictadura, el despotismo y una oligarquía profundamente corrupta y celosa de sus privilegios.

Millones de egipcios estaban llamados a las urnas. Los Hermanos Musulmanes esperaron, llevaban décadas esperando. Dejaron caer al dictador, cuando el Ejército retiró su apoyo y su puntal a Hosni Mubarak. No hicieron nada. Supieron recoger los frutos entre el descontento y el júbilo. Millones de egipcios les votaron creyeron unos que traerían libertad y justicia como así se denomina su brazo político, otros que aplicarían la sharia, el islamismo político. Sin importar si este sería o no moderado o conservador, radical o extremista. Dos días que cambiarán -deberían- la historia, el tiempo político y las formas políticas. Olía a democracia, a inocencia primera, pero aún no sabíamos si su esencia impregnaría real y efectivamente las estructuras de poder, las instituciones. Un año después vimos que no fue así. La deriva islamista creciente y la imposición contra la otra mitad de Egipto, los que no compartían al menos el credo político, tampoco el religioso, debilitaron, arrastraron, aislaron a Mursi y los Hermanos Musulmanes.

Nuevos tiempos, nueva política. Todo era posible. Pero no lo fue. Despertaron tantas esperanzas que lo probable era defraudarlas. Máxime si el sectarismo y la imposición eran la hoja de ruta. No se puede democratizar en un año lo que en seis décadas de dictadura militar, y ocho de existencia independiente no se ha conocido, implantado y vivido. Incertidumbre y esperanza han dejado paso a desencanto, angustia, rechazo, odio y sobre todo, una terrible y trágica fractura social que tensiona Egipto, y Oriente Próximo. Túnez mira a Egipto, Libia es frontera, como Gaza, y el conflicto-guerra sirio se ve envuelto en esta situación.

El pueblo se pronunció hace un año sabiendo que los militares vigilan, tutelan, conservan entre bastidores los tentáculos del poder económico y político. Lo acaban de manifestar hace poco más de un mes en un golpe de Estado contra la autoridad legítima, por mucho que incumpliese su programa y sus promesas y gobernara en no pocos casos contra. Contra lo que muchos egipcios no querían ni votaron para ello. Pero el cinismo de la diplomacia de intereses occidental se ha cuidado mucho en no denunciar, acusar, censurar y castigar el golpe de Estado. No lo han hecho. Lo aceptan como mal menor. Ahora ven su rostro verdadero.

Fue un sueño, convertido en caos, en rechazo de lo que pudo ser una apertura tímida, parcial. La libertad no es total. Nunca lo ha sido en Egipto, tampoco en aquellas elecciones. Hubo filtros, controles, no todos fueron autorizados a concurrir a aquellas elecciones. Continuistas del régimen de Mubarak, reformadores de última hora que fueron puntales en el régimen del rais caído, islamistas radicales, salafistas, moderados, disidentes concurrían a un cambio de página en el país, plagados de ilusiones, pero también de incertidumbre y enormes desafíos.

La democracia en Egipto es hoy una quimera. Ayer un vano y efímero intento. Es reflejo de una sociedad, de unos tiempos, de unas formas de lo público y lo privado y también de un Estado, más débil, más en construcción o definitivamente corrupto y traspasado en todos sus pilares. Queda todo por hacer en Egipto. Restaurar la legitimidad, la dignidad política, reivindicar la política en un país que simplemente no la conocía y que tiene hambre de la misma. Baste como reflejo la expectación hace un año que los debates electorales entre candidatos suscitaron con millones de egipcios pegados a los medios. Pero la violencia sigue. El extremismo, la ausencia total de pluralidad y libertad, al menos cuando de tolerancia y permisividad religiosa se trata, máxime frente a los cristianos. Minorías atemorizadas y perseguidas. Hoy y ayer. Los cristianos son y están siendo perseguidos. Voces aplacadas y sin poder que a nadie importan en Occidente.

La primavera árabe está rota, parcialmente fracasada. Los déspotas ganan por el momento la partida. La libertad naufraga, en algunos países a sangre y fuego, en otros con composturas y maquillajes impostados.

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