Llega la Navidad, aunque cada año se le desfigura más para que pase desapercibido su significado. Tal es el caso del belén de Barcelona, que simula un trastero donde hay que ir buscando las figuras, mismas que no se presentan reunidas para evitar señalar que se celebra el nacimiento de Jesús. Muchas cosas rodean la Navidad de este año, como la presencia de Greta Thunberg en Madrid, esa adolescente sueca que frunce el ceño con su consabido "how dare you" para culpar a los gobernantes de que le han robado su infancia. Greta no repara en que de quienes debería defenderse es de sus padres, como acertadamente comentó la semana pasada Carmen Oteo en su artículo, pues son los que le están robando sus días y los responsables de exponerla sabrá Dios a cambio de qué beneficios. En el mundo hay cada día más Gretas, más idolillos de barro convertidos en dioses gracias a la ignorancia de las masas que navegan según sople el viento de los medios de comunicación y de las redes sociales. Basta con una señal para que millones de individuos se movilicen a favor o en contra de lo que se les dicta sin siquiera tamizarlo, convirtiéndose en ovejas de un rebaño cretino.

Qué difícil es encontrar personas que se detengan a pensar, a reflexionar y a sacar conclusiones inteligentes. Cuánto cuesta ir en sentido opuesto, decir que no, defender ideales fundamentados en la cultura, en la historia, en el discernimiento.

Cuánto trabajo cuesta decir que la Navidad nada tiene que ver con intercambiar regalos, con las comidas de empresa ni con las compras compulsivas. Debería ser un tiempo de introspección, de valorar lo que se tiene, de despreciar lo banal y agradecer el camino andado.

Pero para lograrlo se necesita el silencio, no el ruido que nos rodea y acalla las consciencias. De manera que haciendo uso de mi coherencia y sin ignorar el origen de esta festividad, en lugar de desearle unas felices fiestas, le deseo una feliz Navidad, es decir, un feliz advenimiento del Divino Verbo.

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