No le convence el castellano. A una de las vicepresidentas del Gobierno de España -la facunda Carmen Calvo- le parece que nuestro idioma no da la talla, pues no expresa bien la manera de sentir de los ciudadanos y las ciudadanas, que por lo visto estamos rabiando por hablar como los diputados y las diputadas, las senadoras y los senadores, pero nos da apuro hacerlo, no sea que la Real Academia nos pille y nos castigue de rodillas con los brazos en cruz y un tomo del diccionario en cada mano.

Se comprende que la vicepresidenta, en su celo legislador, considere que los idiomas se pueden reformar como se reforma un cuarto de baño. Pero no. Las leyes educativas pueden cambiar cuantas veces se antoje. Y los códigos penales. Pero los idiomas no se cambian así como así, entre otras razones porque no salen de un real decreto, sino espontáneamente, y son competencia de quienes los usan, ya se trate de legionarios, peluqueras o políticos parlanchines.

A menos que se instituya una brigada gramatical de operaciones especiales (que vele por la corrección política en los espacios públicos y se encargue de multar a los deslenguados que no cumplan las normas), la Real Academia va a seguir sin ese poder ejecutivo que sí que tenían el Ministerio de la Verdad o el Ministerio del Amor de aquella novela de Orwell que tanto nos gusta citar a los articulistas cuando hablamos de totalitarismo.

El idioma, que es el más democrático de los inventos humanos, no lo imponen la patronal o los sindicatos, ni los banqueros o los generalísimos. Pero a la vicepresidenta le da igual y va a intentar por todos los medios que las instituciones consigan que la gente hable como a ella le gustaría.

Sin embargo, el idioma cambia según otro guion distinto al que se escribe desde un despacho viceministerial. Si quieren una prueba de lo que cambia el idioma, díganle a unos chavales que van a ir a recoger el buga al taller, porque han quedado con una chorba que gasta un muslamen de buten, y ya verán la cara que les ponen.

Aunque los académicos lo desaconsejan, la viceministra ahora se ha empeñado en corregir la Constitución para adaptarla a las exigencias de su neolengua. Se le olvida que la capacidad que tienen los miembros de la Academia de cambiar el curso del idioma es la misma que tienen los astrónomos de variar la órbita de Marte. Y olvida también que, por eliminar del diccionario palabras como 'imbécil' o 'mamarracha', no solo no van a desaparecer esos conceptos, sino que tampoco va a dejar de haber personas un poco imbéciles o mamarrachas.

Con todo, no se pierde gran cosa por escribir una Constitución al gusto de la viceministra. Y quien dice la Constitución, dice otros libros menos perecederos. Serían intragables las nuevas versiones del Quijote y de Caperucita pero, ya puestos, se podrían reescribir, no solo los prospectos de las medicinas o el código de circulación, sino hasta los versos de Neruda, que por muy estalinista que fuese, descuidaba el lenguaje inclusivo y hablaba de los obreros, pero no de las obreras.

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