Con la pérdida de Julio de la Rosa me vienen a la mente los recuerdos del denominado boom de los narraluces. Para la mayoría de los estudiosos del tema no fue más que una estratagema del editor para vender libros, al amparo del auge de ventas de los narradores hispanoamericanos integrantes del llamado realismo mágico surgido a mediados del siglo pasado.

Para conocer el movimiento en profundidad remito a las obras de Ortiz de Lanzagorta y, sobre todo, de Ruiz-Copete. Aunque la conclusión fue que lo único que les unía era el ser narradores y haber nacido en Andalucía, para mí supuso el primer acercamiento a la literatura. El recuerdo de aquellas Ferias del Libro de la Plaza Nueva con la presencia de autores como Manuel Ferrand, Antonio Burgos, José María Vaz de Soto, Aquilino Duque, Manuel Salado, Alfonso Grosso, entre otros, me traslada a una época en la que la censura imponía sus normas, pero se mostraba incapaz de anular la imaginación. Algunos han visto sus obras reeditadas incluyendo los párrafos censurados, pero a pesar de haberlas leído mutiladas, su mensaje quedaba bien claro y la valía literaria de estos autores el tiempo se ha encargado de demostrarla.

Traté a Julio de la Rosa ya de mayor y comentábamos nuestros comunes orígenes en la collación de San Ildefonso y Umbrete, lo que sin duda nos marcaría a ambos en ese universo que él denominó Etruria. Gracias a él descubrí a autores como Cesare Pavese. Sobre los nuevos novelistas, él decía que su tiempo estaba ya muy limitado y que en lugar de perderlo leyendo la gran cantidad de novelones insulsos que proliferaban en la actualidad prefería releer a Faulkner.

Y llevaba razón. Si uno mira las mesas de novedades de las librerías, comprobará que gran parte de ellas no son más que folletines. Con la de motivos de inspiración literaria que se encuentran en la sociedad en que vivimos parece absurdo que sean tantos los narradores actuales que no dejan de escribir novelas sobre cátaros y templarios. Como divertimento están bien, pero se echan de menos obras que nos cuenten bajo la máscara de la ficción la realidad, una especie de neorrealismo social. La censura sigue, aunque sea por otros caminos, aquello de lo políticamente correcto, quizás lo que falte sea imaginación para esquivarla o tal vez los autores estén en la cola de ministerios y consejerías a la espera de concesiones y prebendas.

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