El mayor de mis hijos estaba loco de contento este pasado Viernes de Dolores porque, primera fila él y yo, al fin había visto una Hermandad en la calle con sus penitentes y sus atributos y su medida suprema de todas las cosas. Ambos contemplando este magisterio de Fe allá donde los siglos de concordia suscriben la tradición más grande que parieron nuestros antecesores. Sucedió en Sevilla, en las inmediaciones de la céntrica calle Placentines. La Hermandad de la Corona pintaba en carne y hueso cuanto tanto habíamos soñado durante casi tres años: nazarenos formando tramos de un cortejo revestido del santo hábito en ruán morado. "Papá, ¿los penitentes son buenos o malos?”, me pregunta con vocecita susurradora. “Buenos, no, buenísimos: son héroes que defienden al Señor". "Ah, vale, vale".

Mi primogénito, de cinco años de edad, se mostró feliz no sólo por la montonera de caramelos gentileza de tantas monaguillas de manos blancas y cintas al pelo, sino también por la creencia -por el inocente convencimiento- de saberse espectador de la primera Hermandad de Sevilla que habían hallado sus ojos vivarachos. No recordaba que, siendo bebé y aun al año siguiente, pudo disfrutar de no pocas cofradías de su Jerez natal y de otras de la capital hispalense. Entonces, eso sí, desde el palco monoplaza de un carrito de tres piezas. Los años de pandemia parecen haber inoculado en los niños una especie de cortina de humo -nunca de incienso- o de dictado de Memoria Histórica con adoctrinamiento infantil, esto es: borrar una parte de los acontecimientos siempre en perjuicio y prejuicio de la formación cristiana. Como si en la recordación de los más pequeñines se hubiera desnaturalizado de un plumazo -nunca plumazo de cascos de la soldadesca romana- la vivencia espiritual de esta conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Mi hijo pequeño, de dos años y medio de edad, en cambio -por razones obvias- no había conocido antes cofradía alguna en vivo y en directo. Sin embargo también disfrutó sobremanera con este luminoso descubrimiento hasta el punto de pronunciar en voz baja, arriado el paso a la altura de nuestra posición, un “hola, Señó del Glán Tané” -tradúzcase: ¡hola, Señor del Gran Poder!- porque para sus adentros y para sus luchadoras entendederas todos los Cristos de todas las partes del mundo son ya el Señor que Todo lo Puede por una razón que el Cisquero no olvida. Observé entonces que numerosos niños en brazos de sus progenitores asumían la dimensión de cuanto -arte y parte de un potencial ignoto- sucedía sin precedente ante sus mocosas naricillas. ¡Ninguno además asustado por la hierática presencia de los corpulentos penitentes!

Siempre caemos en la manida definición de que la Semana Santa, de un año a otro, es la misma pero distinta, en esa paradoja barroca que tanto nos chifla por estos lares… La de este 2022 aún lo será más -diferente, digo- porque propicia el reencuentro de las Hermandades de siempre con el público de toda la vida pero, de otro lado, a su vez acuna la presentación de las corporaciones nazarenas a los niños de la nueva sociedad postpandémica. Como en una petición de venia dedicada a los chiquillos que no sólo estrenan zapatos sino también la consciencia de la realidad de la Semana Santa a las andaluzas maneras. Por este prodigioso dictado del destino… la responsabilidad de las Hermandades hechas instituciones penitenciales ahora se agiganta: porque el testimonio que transmitan este año también adquirirá la envergadura de la impresión primera para tantísimos chiquillos. No hay una segunda oportunidad para dar una buena primera impresión. De ahí que los nazarenos de esta Semana Santa 2022 ganarán de nuevo la partida al reto de los tiempos. Porque sólo ellos -silentes y anónimos, con altura de capirotes que miran al cielo- sabrán enseñarles a los niños cuán grandiosa y definitiva es la eternidad de este edén terrenal que dimos en llamar… ¡la cofradía!

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