Hoy las casas de apuestas lo aceptan casi todo: desde el resultado de uno de esos combates de boxeo que deberían acabar en boda hasta apostar por el menú de una boda de esas que suelen acabar a puñetazos.

Por eso no hay nada raro en que esta semana se pudiera uno jugar los cuartos apostando a que el desertor Puigdemont ganaba el Nobel de la Paz. Hay quien se ha extrañado, pero ¿por qué no se lo iban a dar a alguien como él, que, de poco que le gustan las polémicas, con tal de quitarse de líos, salió corriendo de la tierra que tanto amaba?

Más extraño habría sido que alguien apostara a que Puigdemont lo propusieran por fin para reina del Carnaval de Tenerife. ¿Pero Nobel de la Paz? No resulta ni descabellado, sobre todo si consideramos que en esas quinielas también se podía apostar por Donald Trump -que es mucho más pendenciero- y hasta por el presidente de Corea del Norte, que tiene de la paloma de la paz el mismo concepto que tengo yo del tiro de pichón.

Es verdad que los independentistas no hacen huelgas de hambre pero, si nos fijamos bien, su vida está sometida a enormes renuncias y a continuas pruebas de paciencia. ¿O no resulta insoportable para el pobre nacionalista tener que cruzarse a diario con esas gentes castellanas que pisotean las calles de Barcelona mientras hablan el idioma de las bestias, según expresión del actual president?

A los mártires del separatismo quizás no los sometan a interrogatorios con descargas eléctricas, pero sufren torturas terribles. Debe de ser durísimo para ellos, por ejemplo, montar en un taxi y que la radio esté emitiendo mensajes en la lengua de Cervantes. O entrar en un bar y que estén televisando un partido del Betis, que es equipo de charnegos.

Pudiendo tirar bombas, los separatistas lo único que hacen es pedir que se marchen de su tierra los que no piensan como ellos. De puro pacifismo, ni siquiera marcan con un brazalete distintivo a quienes, además de no entender bien la magia de las esencias catalanas, para colmo, hablan el mismo idioma que hablaban Franco y Millán Astray.

Para el que tenga dudas sobre la inocencia del independentismo, no hay más que ver cómo, detrás de ese mensaje de xenofobia que se le intenta adjudicar, se alimenta la ilusión infantil de quienes viven la política como una cabalgata y de quienes saben hacer del parlamento una especie de castillo hinchable en el que la soberanía popular se interpreta como se interpretan las letras de las chirigotas: con pitorreo y sin perder la sonrisa.

¿Y no merece el Nobel de la Paz el héroe que representa desde la distancia a todas esas criaturas que siembran las playas de cruces para que el mundo vea lo mucho que se sufre en esa tierra perseguida?

Si será pacífica la causa defendida por estos santos nacionalistas que a la jefa de la oposición -que no solo no es catalana, sino que tiene la insolencia de haber nacido en una tierra de gitanos- se limitan a insultarla, o a pedirle más o menos que se vuelva para Jerez a fregar y a cantar coplas, cuando perfectamente podrían pegarle un tiro.

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