Como nos pasa a casi todos; sobre todo, a los que ya tenemos una edad; cada vez con más frecuencia tienes la obligación de acudir a despedir a un familiar o a un amigo que acaba de fallecer. Es decir, que frecuentemente debes contar con que tendrás que acudir al Tanatorio. Hasta aquí todo normal. Como diría aquel: es ley de vida. Lo que no es de recibo es encontrarte con ciertas situaciones que sólo sirven para darte cuenta de lo absurdo y de las tonterías de algunos que pretenden mostrar no sé muy bien qué cosa ni para qué lo quieren hacer. Cuando llegué al Tanatorio hice lo que todo el mundo realiza cuando hasta allí acude. Busqué en una pantalla la sala donde el difunto pasa sus últimos momentos antes de su destino final en las llamas del horno o en los pequeños límites del nicho definitivo. Cuál sería mi asombro cuando los números indicadores de cada sala habían sido sustituidos por el nombre de una capital andaluza. La cabeza pensante que ha decidido tal cosa es digna de ser propuesta para un Nobel de algo. No sabemos qué causa habrá llevado a tan ilustre ingeniero del lenguaje a tal cosa; lo que sí se desprende de todo este nuevo absurdo nomenclátor es el lío que supone para muchos. Fui testigo cómo algún usuario externo de ese templo de Tanatos, ante la pantallita con el nombre andaluz de las salas, se preguntaba si su difunto era de Granada o de Jaén. ¿Por qué se tienen que complicar tanto las cosas?, ¿era tan descabellado mantener los numeritos ? No quiero ni pensar que todo respondiera a una cuestión de diseño moderno y un avispado artista de esos que juegan a ser más último que nadie convenciera a los gerentes de la suprema modernidad de los nuevos nombrecitos. Claro que, todavía, sería peor, si tras semejante estupidez, hubiera una espuria intención nacionalista o, al menos, política. Que, hoy, todo puede ser posible.

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